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REINADO DE CARLOS IV

CAPÍTULO XV . CAMPAÑA DE PORTUGAL

 

Ya hemos dicho que María Luisa, aunque llena de gozo por la creación de la monarquía destinada a su yerno en Italia, se preparaba a trabajar para que Napoleón, tan complaciente en asunto de tal importancia para ella, extendiese la acción de sus favores hasta la de mantener el Ducado de Parma con el mismo carácter de independencia que, así como por milagro, había salido a salvo de la general borrasca en que naufragaron los principados que tenían su asiento en la región superior de aquella península. Eso de crear una soberanía para el hijo despojando al padre de la suya, heredada y legítima, debía alarmar los escrúpulos de la reina de España, puesto que, así, despachaba a su propio hermano de la que era cuna de ambos desde las sangrientas guerras que, a mediados del anterior siglo, habían producido el establecimiento de la dinastía borbónica en los encantados valles del Taro y del . Porque el Primer Cónsul, sea por sentirlo así, sea fingiendo temer la influencia de una Archiduquesa en el ánimo del Duque, había resuelto despojar al Infante D. Fernando, concediendo a su hijo, el también Infante D. Luis, la nueva soberanía de Toscana Esa resolución tenía todas las apariencias de irrevocable, según se explicaba el general Bonaparte en todas sus conferencias con nuestro embajador y especialmente con el encargado de negocios de Parma en París, Sr. Bolla, con quien se manifestaba sumamente sentido de la conducta de la Duquesa, que albergaría en su corazón todos los rencores que se quisiera hacia el gobierno francés, y eso nada tiene de extraño, pero que, separada casi siempre de su marido, mal podía influir con ellos en su conducta política. La mujer no abandona fácilmente sus propósitos, no ya si han de llenar las ambiciones que en ellos funde, sino hasta los de sus caprichos, por fútiles que sean; y cuando esa mujer es reina y la esposa de Carlos IV, ya se sabe que no ha de cejar un punto para satisfacerlos completamente. La oposición del Primer Cónsul; la tenacidad, sobre todo, que mostraba por mantenerla, debía consistir en la falta de habilidad de nuestro embajador; y se nombró, para sustituirle, al mismo Azara tan torpemente destituido por Urquijo. Esperábase que el ilustre diplomático, que tan estrechas relaciones había tenido con los generales franceses en Italia, amigo, puede decirse, de Napoleón que tales condescendencias tuviera con él en los asuntos referentes al Pontificado y en cuantos hacían relación al Duque de Parma, lograría convencerle y, no siendo esto fácil, ablandarle para que no amargara el placer que nuestros Reyes, sus tan fieles aliados, habían tenido con la cláusula del tratado de Luneville referente a los intereses y ambiciones de sus hijos.

Azara, pues, abandonó su retiro de Barbuñales; y después de una corta estancia en Madrid, adonde había sido llamado por el Príncipe de la Paz, que está visto no andaba tan retraído de los asuntos públicos como se empeña en hacernos creer en sus Memorias, y de recibir las instrucciones que son de suponer para este caso, se dirigió á Francia. Azara fué, en efecto, recibido en París con las mayores demostraciones de afecto, tanto por parte de Napoleón como de Talleyrand, también su amigo, y de todo el cuerpo diplomático allí residente, que le conocía y estimaba por sus prendas de carácter, su capacidad, sobre todo, y experiencia.

Sus primeras impresiones al conferenciar el 23 de Abril de 1801 con el Primer Cónsul, no fueron favorables para el éxito de las negociaciones que se le habían encomendado en Madrid. Napoleón se mostró inflexible respecto al mantenimiento del infante D. Fernando en Parma, al que debería renunciar para que su hijo ocupase el trono de Toscana. Don Luis, a su vez, iría a París donde habría de ser coronado y recibir una constitución para el gobierno de sus nuevos estados. Entraba en los planes del Cónsul hacer como si dijéramos un recorrido del mapa de la alta Italia, redondeando las repúblicas allí establecidas a costa del territorio de Parma; y para disculpar sus planes, se desató en conceptos calumniosos sobre la Duquesa, a quien achacaba pensamientos y actos que nunca había tenido ni ejecutado. Por cierto que sus opiniones acerca del mérito del Duque y de su hijo eran bien erróneas, atribuyendo al primero una absoluta sumisión a las voluntades de su mujer, lo cual no era cierto por haber sido siempre muy celoso de su autoridad, y al segundo, talentos que muy luego le negaría, quizás con exageración. Á pesar de eso, Napoleón no rechazó terminantemente la pretensión de que el Duque de Parma continuara por entonces en sus estados; dejando ese cabo suelto en sus relaciones con España para, sin duda, aprovecharlo en las futuras contingencias que necesariamente había de provocar tanto y tanto asunto de los que traía entre manos y para cuya resolución tenía que contar con nuestra amistad y alianza. Aún se alargaron a más sus complacencias para con los soberanos españoles, a quienes veía tan interesados por la fortuna de su hija, añadiendo a la Toscana los llamados Presidios, Orbitello con su inmediato Porto-Ercole y el Principado de Piombino, donación en otro tiempo española a la Casa de los Buoncompagni y que ahora sería cambiado por la parte toscana de la isla de Elba, cuyo mejor surgidero, Porto Longone, fue así a quedar en poder de Francia. Napoleón atendía a todo y hasta llamó la atención de nuestro embajador sobre los uniformes que habría de usar la fuerza española que acompañara al rey de Toscana, y la nacionalidad de las demás tropas que hubieran de guarnecer aquel país. Liorna tenía que estar libre de todo insulto como otros puntos del litoral, aunque no tan importantes; y para eso era conveniente en concepto del Primer Cónsul que, como al reconocimiento del soberano por las demás potencias, se comprometía a defender el nuevo reino de extrañas agresiones, se eligiera entre una brigada de Franceses, con el general que se creyese mejor, y la legión polaca que operaba en Italia con el ejército republicano; y eso mientras se reclutaban tropas nacionales que hicieran innecesaria la intervención extranjera. Prevaleció al fin el destacamento polaco, aunque en un principio los generales Grouchy y Murat cuidaron de tomar las medidas más convenientes para la instalación de los Infantes en su reino, enviándoles también al general Clarke con el carácter de ministro plenipotenciario, pero, en realidad, para que, como veremos luego, los aconsejara y dirigiese.

Una cosa muy importante se observa en la ejecución de cuantas medidas exigía el cumplimiento de las estipulaciones concluidas con Azara por el Primer Cónsul, y que revela la autoridad que había éste adquirido en Francia y el uso ilimitado que hacía de ella. Por término de esas negociaciones, en que había reinado una cordialidad que, si honra a Azara por su celo, honra aún más a Napoleón por su benevolencia para con España o por sus habilidades para atraérsela a sus intereses, firmaron en Aranjuez Luciano Bonaparte y el Príncipe de la Paz, el tratado de 21 de Marzo entre cuyos artículos más importantes se acordaba que: «Siendo de la familia real de España, la casa que va a ser establecida en la Toscana, será considerado este estado como propiedad de la España, y deberá reinar en él perpetuamente un infante de la familia de sus reyes.» Y se añadía luego: «En el caso de faltar la sucesión del príncipe que va a ser coronado, será ésta reemplazada por otro de los hijos de la casa reinante de España.» Pero al ir á poner en ejecución esas cláusulas obsérvase, repetimos, por quien estudie detenidamente sus consecuencias, que, sin mostrarse Napoleón deferente en absoluto con los ruegos del rey Carlos para que se deje al infante D. Fernando en la posesión de su Ducado de Parma, toma medidas tan detalladas y terminantes respecto a la suerte de aquella bellísima comarca italiana que muestran una atención verdaderamente extraordinaria a los deseos de nuestros soberanos. El despacho de 7 de Abril, dirigido a Talleyrand por el Primer Cónsul, dice así: «Enviad el tratado de 21 de Marzo de 1801 con España al ciudadano Moreau Saint-Méry en Parma, quien lo comunicará oficialmente a la regencia que, desde entonces, queda disuelta. El infante podrá irse a Florencia, a Venecia, o a su casa de campo; continuándosele el mismo tratamiento hasta que se arregle definitivamente todo. El palacio de Colorno y todos los muebles, plata, alhajas y papeles, se pondrán en poder del conde Ventura a nombre de su país.»

«La administración del país seguirá tal como está, pero haciéndose todo en nombre del administrador general; los impuestos, las rentas, etc., el día en que muera el infante, pertenecerán a la República francesa, pero antes de la muerte, al rey de Toscana. Por lo demás, hacer las cosas lo más generosamente posible: no nos pertenece nada más que la soberanía del territorio desde el momento de la muerte. El regimiento que componía las tropas del infante pasará al servicio del rey de Etruria, trasladándose a Toscana para dirigirse a Florencia.»

«Seguirán pagándose todas las pensiones de retiro y las deudas que son cargas del país. Los guardias de Corps y cuanto componía la Corte quedarán en Colorno haciendo su servicio al lado de las princesas hijas, y serán pagados hasta la llegada del rey de Etruria a Florencia.»

«El general Murat enviará su regimiento de caballería y una media brigada de infantería con un solo general de brigada para el mando de las tropas, manifestándole que el ciudadano Moreau Saint-Méry es el administrador del país, cuyas medidas deberá apoyar.»

«Enviar un solo comisario de guerra para la administración de las tropas que el ciudadano Moreau Saint-Méry hará pagar con las rentas del país.»

«Hacer saber a M. Azara las medidas que se han tomado a fin de que informe de ellas a su gobierno.»

«Haced decir que no queremos nada de aquel país.»

«La cuestión es saber si lo reuniremos a la República italiana o al reino de Toscana. Si el rey de España quiere que se una a Toscana, es preciso que nos dé las Floridas.»

Con eso Napoleón mantenía los puntos de vista que había dado a conocer a Azara en su primera conferencia, contrarios al deseo de Carlos IV al primer golpe de vista, pero conformes si, como esperaba el Primer Cónsul, se accedía a conceder a Francia los territorios americanos que por un contrasentido, sólo explicable en la ambición de gloria y de prestigio que devoraba al héroe Corso, no hacía mucho tiempo parecían despreciar sus predecesores en el gobierno de la República vecina. Ahora su adquisición era uno de los más ardientes empeños que manifestaba.

Pero la exigencia más peregrina de Napoleón y cuyo objeto, acaso, y consecuencias no supo nadie medir entonces, fue la de que los nuevos soberanos, al trasladarse a sus estados, pasaran por la capital de Francia, teatro poco antes de las bárbaras ejecuciones que acabaron con la rama principal de la dinastía borbónica. ¿Para qué habían de presentarse en París dos infantes de España, parientes tan próximos del infeliz Luis XVI? ¿Para qué? Para servir de espectáculo al pueblo francés siguiendo al carro de la revolución, montado por el triunfador que, otro César, soñaba ya con un asiento más alto aún que el de los ungidos del Señor, vencidos por él o próximos a caer a sus pies. Y, en efecto, pocos meses después de haber hecho las concesiones a que acabamos de referirnos en favor del rey de España, que no otra cosa era el que dispensaba al Infante heredero del Ducado de Parma, se dirigía éste a París con su esposa, la hija predilecta de María Luisa.

Tan de antemano estaba ese paso meditado, que el pensamiento databa de la fecha del tratado de Luneville, época en que los infantes herederos de Parma se hallaban en Madrid; pero, una vez firmado el de Aranjuez, la idea se tradujo en resolución que, como dice un historiador, fue tomada militarmente por Bonaparte, con lo que se desvanecieron las dudas que abrigaba la corte de Madrid sobre la manera de que hiciesen los Príncipes su viaje, si por mar o por tierra. El Rey quería que sus hijos se embarcasen en Barcelona, pero Napoleón creyó que la guerra con los Ingleses y la política en Francia aconsejaban el paso de los Infantes por París, cuya presencia suavizaría los rozamientos que pudiera producir la creación de nuevos reinos donde los revolucionarios suponían no deber ya existir ninguno. Dice Muriel en su manuscrito: «¿Quería por ventura (Napoleón) hacer ver a los franceses y a todos los potentados de Europa que, lejos de tener nada que temer de la familia de los Borbones, se bajaba ésta hasta mendigar su protección? ¿o se proponía preparar los ánimos de los franceses para que aprobasen la dominación monárquica que él meditaba ya, mostrándose a ellos, no solamente como creador de un rey, sino también como su padrino y director, cuidadoso de instruirle en el arte de gobernar su reino? ¿Fue su intención hacer ver que el partido republicano era débil, y obligarle a que fuese testigo de los festejos con que el representante e hijo predilecto de la revolución francesa, recibía en la capital a un príncipe de la antigua dinastía, elevado a la dignidad real? En fin; ¿quiso tranquilizar a los reyes de Europa, haciéndoles ver que la anarquía había cesado en Francia, y que la intención de Bonaparte era reconstruir el edificio social sobre fundamentos estables?».

No se mostró Napoleón lo resuelto que le pintan sus admiradores respecto a la clase de recibimiento que habría de hacerse a los Infantes en París, y menos en cuanto a los convites y espectáculos con que iba a festejárseles, principalmente en la parte con que él en persona debería contribuir. Cuando se le supone libre de todo género de escrúpulos o temores ante el juicio que pudieran formar los Franceses, sobre todo los parisienses, de su conducta en caso tan extraordinario como el de aquella visita, impuesta o no, de los regios huéspedes, se padece una equivocación que resulta patente con la lectura de la correspondencia oficial de nuestro embajador en aquella capital. Todo ese arreglo minucioso de los obsequios proyectados para los Príncipes de Parma, tan ejecutiva y desembarazadamente fijado al decir de algunos historiadores, fue obra de no pocas ni cortas consultas con Azara que, en su deseo de que quedase airoso el soberano a quien representaba en circunstancias tan delicadas para su mayor decoro, la facilitó desvaneciendo algunas, no infundadas, preocupaciones del Primer Cónsul, ya simplificando el ceremonial de las entrevistas señaladas, ya quitando a ciertas fiestas el carácter que pudiera comprometer al representante de una república ante la majestad de unos monarcas que no era fácil inspirasen grandes simpatías allí donde poco antes se habían tan bárbaramente atropellado la institución real y sus símbolos más augustos. Sobre el modo de recibir la visita de los Infantes en la Malmaison, el de hacer los otros cónsules y ministros las suyas, el de los convites en la casa de Azara, donde se alojarían, disculpándose públicamente el Primer Cónsul y su mujer de no asistir a ellos con su permanencia en el campo y sus muchas y graves ocupaciones, así como sobre la manera de devolver él esa visita y de presentarse en los teatros o lugares públicos a que asistieran Sus Majestades; acerca de si habrían de verse una o más veces, de ceremonia o de confianza, sorprenderse o no en la mesa para comer en alguna ocasión juntos, de si se les harían honores o permanecerían en París de incógnito; sobre los detalles al parecer más insignificantes; sobre todo, mostró Napoleón unas dudas y unas vacilaciones que revelaban la dificultad que hallaría en la representación de un papel muy comprometido ciertamente en su situación política y en la del país que gobernaba.

Los Reyes de Toscana llegaron a París el 25 de Mayo por la noche, causa de que no fueran recibidos en la Malmaison hasta el día siguiente. El acto fue solemne aun apareciendo SS. MM. con el solo título de Condes de Liorna, según antes se había convenido. Napoleón se presentó rodeado de toda su casa militar, ya muy numerosa y lucida, acogiendo en sus brazos al joven monarca que, sin atender a etiqueta alguna, se había arrojado en ellos. Poco más de media hora duró la entrevista a solas, tiempo más que suficiente para que el Gran hombre midiera y aquilatara con exactitud el mérito de su interlocutor y el de la princesa su compañera, a quien encontró muy superior en condiciones de talento y de perspicacia, así política como social, a su regio esposo. La escena debió ser curiosa por las circunstancias en que se representó, pero no grata para un español que la presenciara. Porque el efecto producido en el ánimo del Primer Cónsul, según ya hemos indicado, no pudo ser peor si ha de creerse a los que después dijeron haberlo oído de sus labios. Parecióle nuestro Infante de Parma un triste rey indolente, amigo tan sólo de diversiones, y esas, más de niño que de hombre llamado a gobernar a otros. «El buen Azara, decía Napoleón, que es hombre de mérito, hace cuanto puede, pero pierde el tiempo. El Príncipe le trata con altivez. Todos estos príncipes se parecen. Éste se imagina que ha nacido verdaderamente para reinar. Trata mal a los que le sirven: ya había dicho el general Leclerc en Burdeos que era falso y avariento. Viniendo ayer a comer aquí, tuvo un insulto de mal de corazón. Estaba sumamente descolorido cuando entró; le pregunté qué tenía, y me respondió: mal de estómago. Por los de su servidumbre se supo que padecía con frecuencia dicho accidente. En fin, es un hombre vano y adocenado. Le he hecho varias preguntas y no ha podido responder a ellas. Su mujer tiene juicio y finura. Los de su servidumbre la quieren. Algunas veces, aparentando estar ocupado en otra cosa, observo y escucho al marido y a la mujer. Ella le dice o le indica con los ojos lo que ha de hacer. Como quiera que sea, no deja de ser político haber traído a un príncipe a las antesalas del gobierno republicano y haber mostrado cómo se hacen los reyes jóvenes, que no lo sabían. No hay por qué quedar aficionado a las monarquías».

Las fiestas con que Napoleón obsequió a los nuevos soberanos, sus huéspedes, fueron magníficas, y espléndida particularmente la que les ofreció Talleyrand, cuyo gusto, más del antiguo régimen en que había vivido el célebre Obispo de Autun, en vías ya de secularizarse, que del republicano, asaz grosero hasta la época del Consulado, produjo en su resisidencia de Neuilly un espectáculo de los más deslumbradores. Decoraciones fantásticas en los jardines y en las galerías del palacio; emblemas artísticos, estatuas admirables y banderas; todo representando la alianza de Italia, España y Francia en un fondo resplandeciente de luz y de colores y que representaba la gran plaza de Florencia y del alcázar que irían luego a habitar los regios convidados, daban a conocer el interés que se ponía en mostrar al mundo que la gran República entraba en los caminos del refinamiento de las costumbres, ya perdidas, de la antigua corte de Versailles, y el de fomentar más y más la amistad de España, su única y sincera aliada, halagando el orgullo y las codicias de nuestros soberanos. Los convites del Cónsul y los de otros ministros y el del mismo Azara, fueron también muy brillantes; pero no dejarían en parte de causar algún tedio a nuestros príncipes, porque, al decir de la Infanta en sus ya citadas Memorias, si se le desvanecieron los temores que en un principio la habían asaltado, hallábase enferma de tercianas desde su llegadaaá París, y a un punto, asegura, que se vio obligada a guardar cama casi constantemente. Del Infante, ya se explica Napoleón cuál era el estado de su salud; de modo que las fiestas no le harían tampoco lo feliz que se ha querido suponer.

Por más que el pueblo de París no se mostrara contrariado con la visita de los reyes de Toscana, y aún se entregase, más distraído que apasionado, a toda clase de conjeturas políticas al ver cómo se los presentaban en los teatros y demás espectáculos, por vía de ensayo al sentir de los maliciosos, Napoleón comprendió que no se les podía detener hasta la fecha, ya próxima, del 14 de Julio, aniversario el más significativo de la Revolución. Y el 24 de Junio dirigía a Talleyrand el despacho siguiente: «Os ruego, Ciudadano Ministro, que hagáis saber a M. Azara mi deseo de que el Conde de Liorna (ya hemos dicho que así se convino en llamarle durante su permanencia en París), se halle el 14 de Julio más allá de Chambéry. No conviene que sea testigo de las fiestas que se celebren ese día en todas las grandes municipalidades de la República.» La orden, además de prudente, era harto imperativa; y los soberanos de Toscana se apresuraron a satisfacer los deseos del Primer Cónsul partiendo para sus estados el 1° de Julio después de haber hecho sus despedidas y cambiado, con Josefina particularmente, todo género de cumplimientos, ofertas y regalos de retratos y joyas, tan espléndidos como delicados.

Nadie ha parado mientes en las contrariedades que experimentaron los reyes de Etruria, que ya se comenzaba á dar este nombre al nuevo reino, en su largo camino; y, por el contrario, todos los historiadores los han hecho viajar sin tropiezo alguno hasta su establecimiento en Florencia. En uno de los coches del Primer Cónsul y acompañados por el general Grouchy salieron, en efecto, de París, libres ya de todo cuidado y esperando reponerse luego de la fatiga de tanta fiesta: pero el camino era largo y el viaje incómodo para quienes no disfrutaban de cabal salud, y hubieron de detenerse más tiempo del calculado en Parma, en el seno de la familia del Príncipe, preocupada con las recientes mudanzas y la incertidumbre de su porvenir. El tierno infante, hijo suyo, había sufrido en la marcha tanto más cuanto que su nodriza se puso también enferma. Ya se temía su fallecimiento; pero el reposo y los cuidados lograron que al cabo de tres semanas pudieran todos trasladarse a Florencia, adonde llegaban el 12 de Agosto de 1801. El general Murat, al decir de Napoleón en sus despachos, había tomado todas las medidas para la instalación de los Reyes en sus estados. Si eso ha de entenderse en el sentido de que los ocupasen sin oposición alguna material, es cierto; pero no en lo que se refiere al decoro debido a personas, excelsas ya por su nacimiento y posición, y que, sobre todo, iban a representar allí la más alta magistratura y un rango hasta entonces completamente desconocido. El palacio estaba desnudo de todo género de muebles, llevados, algunos, por los Duques al abandonar el país, y el resto por los agentes franceses que lo habían ocupado en aquel interregno; haciéndose necesario recurrir a la nobleza de la ciudad para que sus soberanos tuviesen candelabros con que alumbrarse, asientos y camas en que descansar y hasta vajilla en que comer. «Es la primera vez, decía la Reyna, que una hija del rey de España, acostumbrada a ser servida en platos de oro y plata, se ha visto en la precisión de comer en los de loza.» Eso era lo de menos; lo más importante fue que el pueblo toscano que esperaba verse libre de la ocupación militar francesa, vejatoria siempre, se encontró con que la nueva corte, sola, como llegaba, y sin noticias siquiera de que fueran en pos tropas españolas, la prolongaría aún más, y hasta se figuró que ella misma sería instrumento y sólo instrumento de la política constantemente invasora y anexionista de Napoleón. Por mucho que Murat, que allí conoció a nuestra infanta, a quien después en Madrid habría de comprometer tanto con su protección; por más, decimos, que Murat procuró disculpar aquel abandono y proveer a su remedio, la primera impresión de los soberanos de Etruria en Florencia fue muy desagradable; y eso, unido al peor estado de salud del Rey, a un aborto de la Reina y a la presión que luego empezó a ejercer el general Clarke, les creó una posición tan triste como embarazosa para el desempeño de su misión en Italia.

Las fiestas dadas en París a los reyes de Toscana distrajeron a Napoleón de otros varios e importantes asuntos que ocupaban sin cesar su mente ofreciendo alimento a sus ambiciones. Nuestros historiadores han creído, sin embargo, que aquella visita provocó en él la idea de un enlace con la familia real de España. Fundados en un párrafo, realmente curioso, de las Memorias de Godoy, han supuesto que el Primer Cónsul, a pesar de su ardiente amor a Josefina, pero deseando tener sucesión, había proyectado casarse con la infanta María Isabel, hija de Carlos IV. No queremos poner en duda la veracidad del Príncipe de la Paz en ese punto. Concedemos que la entrevista y la conferencia con Luciano Buonaparte sean ciertos; pero ¿no serían resultado de un pensamiento espontáneo, ni consultado ni advertido siquiera a su hermano Napoleón? Porque es muy extraño que en el Memorial de Santa Elena, eco que pasa por ser de las espontaneidades, no pocas imprudentísimas, del Emperador de los Franceses en su destierro, ni en escrito alguno que tenga procedencia semejante, se haga la menor mención de tal y tan trascendental proyecto. Creemos que la posición de Primer Cónsul, y ésa poco arraigada todavía, no era para provocarlo en él, y que el afecto entrañable que profesaba a su primera mujer no daría aún lugar a cálculos que deben tenerse por prematuros cuando sólo muchos años después y en condiciones muy distintas se les observa abrirse paso al corazón y a las ambiciones de hombre tan pensador y egoísta  En nuestro concepto, y luego lo explanaremos, nada autoriza a pensar de otro modo. Entre esos asuntos, varios e importantes hemos dicho, llamaban especialmente la atención del Primer Cónsul los tratados particulares con algunos países a consecuencia del de Luneville sobre levantamiento de secuestros de bienes que pertenecían a súbditos del Emperador o a individuos de las márgenes del Rin, emigrados o no, sobre reformas en la constitución de las repúblicas italianas y suiza y bátava, nuevas organizaciones militares para la ocupación de la Bélgica y otras comarcas fronterizas, negociaciones con Roma para nombramiento de arzobispos, y obispos, así como para fijar la situación de los clérigos llamados constitucionales, y sobre cuestiones de hacienda y administración; no olvidando nada, absolutamente nada de cuanto pudiera interesar al buen gobierno de la República en la nueva era pacífica en que había entrado. Pero dos eran los asuntos que más le preocupaban; el referente a la suerte que cabría al ejército encerrado en el Delta del Nilo que bloqueaban los Ingleses, y el de la guerra de Portugal que, en su sentir, obligaría a los aborrecidos insulares a firmar una paz que sería la del mundo entero.

En esos dos asuntos debían intervenir los Españoles; para el primero, en concepto de auxiliares con sus escuadras, y, para el segundo, como los más interesados en el buen término de una lucha que arrebatara toda su influencia a Inglaterra en parte alguna de nuestra Península. Ya hemos recordado la prisa que se dio el Primer Cónsul a aprovecharse de las condescendencias del Gobierno español en cuanto al servicio de nuestras fuerzas marítimas, aunque sin fruto por no observar las estipulaciones del convenio secreto de 13 de Febrero de 1801, en que puede decirse que se ponían a su disposición las naves españolas. Quince navíos, de los que cinco españoles, debían trasladarse al Brasil y la India bajo el mando de un general español; treinta, de los que diez españoles, a las órdenes de un almirante francés amenazarían desde Brest con un desembarco en Irlanda, y se aprestarían en el Ferrol otros cinco para con 2.000 hombres y en unión de dos escuadras francesa y bátava dirigirse a Trinidad y Surinam. El resto de nuestras fuerzas navales operaría con las francesas en el Mediterráneo, y el Primer Cónsul organizaría cinco ejércitos en Brest, Batavia, Marsella, Córcega y la frontera de España, destinado, este último, a formar una segunda línea contra Portugal.

De cuanto se estipuló en ese convenio que, a pesar de no intervenir para nada Godoy en las gestiones del Gobierno, firmaron él y Luciano Buonaparte en Aranjuez, sólo tuvo inmediata aplicación lo referente a Portugal, acordado antes en otro documento diplomático semejante, que lleva la fecha de 29 de Enero anterior y que había suscrito el ministro Cevallos con el hermano también del Primer Cónsul. Este tratado llevaba aparejados compromisos más graves aún para España; porque a la repugnancia de tener que combatir contra una nación hermana, parte de nuestra misma nacionalidad, se añadía la natural en Carlos IV de hacerlo a sus propios hijos los regentes de aquella monarquía, sin que, además, se lograra, pues así era de esperar, poner término al conflicto tan torpemente provocado con Gran Bretaña. Once artículos abrazaba el tratado, en los que, a vuelta de una excitación amistosa de nuestro gobierno al de Portugal y el señalamiento de un corto plazo para acceder a las condiciones que se le imponían para hacer la paz con Francia, se acababa por declararle la guerra. Esas condiciones eran la de separarse de la alianza con Inglaterra, negarle la entrada de sus buques en Lisboa abriéndosela a los Franceses, entregar una o más provincias como prenda de restitución de la Trinidad, Malta y Menorca al hacerse la paz general, e indemnizar los daños y perjuicios causados o por causar.

De no lograrse esas satisfacciones, Francia proporcionaría a España un contingente de tropas de 15.000 infantes con sus trenes correspondientes, pudiéndose aumentar si se creyera necesario. Esas tropas operarían según los planes que fijara el general español, comandante en jefe de todos los ejércitos, regresando a Francia si S. M. C. lo creía conveniente, bien por haber comenzado las hostilidades o por la conclusión de la paz antes de que hubiesen entrado en operaciones. Sin embargo, las tropas francesas se pondrían inmediatamente en marcha, puesto que el plazo señalado al Gobierno portugués para decidirse a la paz o a la guerra era sólo de quince días.

 

Y, en efecto, antes de hacerse el convenio preparaba el Primer Cónsul los medios para su ejecución, ya dando, según hemos indicado, instrucciones a su hermano Luciano, ya dirigiendo a España al general Saint-Cyr para que se encargara de la dirección de la guerra, faltando así a una de las más formales estipulaciones que se acababan de acordar. Es cierto que esa determinación tenía sus puntas de hipócrita, porque se decía en ella: «Le haréis saber que la intención del Gobierno es la de que se encargue de la dirección de la guerra contra Portugal. El Príncipe de la Paz, que ha tomado el mando en jefe, no es militar, lo que obliga a que se envíe un oficial tan distinguido. El general Saint-Cyr deberá arreglarse a las indicaciones del embajador en España y evitar todo choque con el orgullo castellano». Como de costumbre en él, Napoleón dio las órdenes más apremiantes para la reunión en España del cuerpo de ejército que, como auxiliar, nos enviaba, mandado por el general Leclerc que se puso inmediatamente en marcha a la frontera lusitana de Ciudad Rodrigo, a la que tardó, sin embargo, bastante tiempo en abocarse. Pero aún anduvo más diligente el Gobierno español, receloso de que, adelantándose los Franceses y penetrando en Portugal, pudieran crearle un grave compromiso; que todo era de temer de la política invasora y enérgica del Primer Cónsul. El Príncipe de la Paz, a quien se encomendó la organización y el mando en jefe de las tropas que habrían de hacer la guerra, comprendió, en efecto, las dificultades de que estaba preñada cuestión tan grave desde el momento en que no era España sola la que hubiera de resolverla, como habría sucedido antes al romperse las relaciones diplomáticas de Portugal con la República francesa por falta de cumplimiento del tratado de 1797, en que nos ocupamos anteriormente, no ratificado por el Príncipe Regente. Con el empeño de evitar esas dificultades, no había cesado Carlos IV en la tarea, tan de atrás comenzada, de hacer comprender a sus hijos la necesidad de avenirse a las pretensiones de Francia, si injustas en el fondo, ineludibles si habría de conseguirse el aislamiento completo de Gran Bretaña en lucha ya tan larga y obstinada. Pero rechazados sus buenos oficios por el Regente y sin disculpa ya los términos dilatorios que, con tanto fruto en ese punto, había hasta entonces empleado para conjurar una lucha para él tan repugnante, el rey Carlos hubo de resolverse a emprenderla y, en tal caso, a buscar en el modo de hacerla su pronto desenlace y los resultados más convenientes a sus benévolos fines.

La cosa era bien fácil, porque el estado de Portugal, el militar especialmente, no podía ser más precario. La guerra del Rosellón había servido para demostrar de nuevo lo que todo el mundo ha proclamado siempre, el valor de los Portugueses, mas no para aumentar la fuerza de su ejército, pues que muy pequeña parte de aquellas tropas habían vuelto al suelo patrio, ni el prestigio de sus generales que habían representado papel muy subalterno en la campaña. El Conde de Linhares, al reorganizar todos los ramos de la administración pública, atendió principalmente a la marina, con la que Portugal figuró airosamente junto a las escuadras de la Gran Bretaña en Malta y Alejandría, a punto de atraerse las iras de Napoleón que no dejaría de vengar la que él llamaba afrenta hecha a la República. Pero el ejército quedó en lo que el eximio patriota portugués Accursio das Neves considera abandono, al que mal podía poner remedio su aliada Inglaterra, empeñada en acabar de una vez con la expedición francesa de Egipto. Portugal contaba con 24 regimientos de infantería de línea como en 1762, pero con fuerza muy corta, nada maniobrera a pesar de las enseñanzas del célebre Conde de Lippe y de las mal llamadas asambleas del campo de Azambuja. La caballería, organizada en 12 regimientos de 4 escuadrones, no había logrado nunca reunir más de 4.000 caballos. La artillería contaba con 4 regimientos de 10 compañías en que andaban mezcladas las de bombarderos, zapadores, minadores y artilleros para el servicio de las piezas, cuando no podían movilizarse en un país falto, en general, de caminos a propósito para su arrastre. Lo más disponible, aun cuando escasísimo de fuerza para un trance formal, era la legión llamada de Aloma, compuesta de las 8 compañías únicas existentes de infantería ligera, dos escuadrones de caballería y una batería de a caballo. El cuerpo de ingenieros estaba formado sólo de oficiales, muy instruidos por cierto, pero sin tener apenas en qué ocuparse por falta de recursos si no era en las dos plazas de Almeida y Elvas, las casi solas en que Portugal fiaba la defensa de su frontera.

La fuerza acaso más sólida con que en aquellos tristes días podía contar Portugal, era la que habían allí establecido, como hemos dicho, los Ingleses para la defensa de Lisboa y la entrada del Tajo; esto es, del magnífico surgidero de sus naves. Componíase de cuatro regimientos de infantería muy escasos de personal, los de Dillón, Castrís, Mortemart y Loyal-Emigrant, cuyos nombres están bien elocuentemente revelando no haberse formado de tropas inglesas sino de las que el Gobierno británico reclutaba en todas partes, de desertores, sobre todo, y emigrados. Unas cuantas piezas de artillería y un destacamento, eso sí, de dragones ingleses, completaban la que en Portugal era llamada La Legión extranjera de Frazer, su general.

Se trataría de reforzar ese ejército; llegaría a organizarse, como luego veremos, uno regular, siempre escaso para el empeño a que se había comprometido el Gobierno portugués; se pondrían en estado, siempre también mediano y pasajero, de defensa algunos de los puntos fortificados en épocas ya lejanas, abandonados después á la acción de los elementos; pero iba a echarse también de menos el espíritu gallardo de aquellos mismos tiempos que valió al reino la independencia y la libertad de que aún goza. «Leeremos, dice Latino Coelho, cómo el abatimiento y decadencia del espíritu público en un pueblo de muy atrás habituado a la servidumbre, relajaron su fibra, antes enérgica e impulsiva, hasta el extremo de que viera casi apático y desarmado la irrupción de los castellanos de Godoy».

En esa situación, si no sorprendió al Gobierno portugués porque cada día le llegaban los avisos y consejos más apremiantes, y aun se le había señalado un plazo para atenderlos, le cogió, por lo menos, el Manifiesto de 27 de Febrero de 1801 en que Carlos IV le declaraba la guerra. Grande era el sacrificio que se imponía el Rey de España como soberano peninsular, opuesto a la fusión de las dos monarquías ibéricas, y como padre; pero al estado a que habían llegado las cosas, ya no era posible sufrir por más tiempo los desaires recibidos de quien, por otra parte, se había hecho aliado, y nada platónico, del mayor entonces de entre los enemigos de España. «Así, decía el Manifiesto: ha visto toda Europa con escándalo, ser sus puertos (los de Portugal) el abrigo seguro de las escuadras enemigas, y unos ventajosos apostaderos, desde donde sus corsarios ejercían con fruto sus hostilidades contra mis naves, y las de mi aliada la República; se han visto los buques portugueses mezclados con los de los enemigos formar parte de sus escuadras, facilitarles los víveres y los transportes, y obrar con ellos en todas sus operaciones de la guerra que me hacían; se han visto sus tripulaciones de guerra y su oficialidad de mar, insultar a los franceses dentro del mismo puerto de Cartagena, y autorizarlo la corte de Portugal negándose a dar una satisfacción conveniente, y en el Ferrol cometer iguales excesos contra mis vasallos. Los puertos del Portugal son el mercado público de las presas españolas y francesas hechas en sus mismas costas y a la vista de sus fuertes por los corsarios enemigos, al paso que su Almirantazgo condena las presas que mis vasallos hacen en alta mar, y llevan a dichos puertos para su venta. Mis buques no han hallado en ellos sino una mezquina acogida. En el río Guadiana ha cometido la soldadesca portuguesa los mayores excesos contra mis pacíficos vasallos, hiriéndoles y haciéndoles fuego como se haría en plena guerra, sin que el gobierno portugués haya dado señal alguna de su desaprobación. En una palabra, el Portugal con el exterior de la amistad se puede decir que ha obrado hostilmente contra mis reinos en Europa e Indias, y la evidencia de su conducta excusa el referir los hechos infinitos que podrían citarse en apoyo de esta verdad.»

A este memorial de agravios y después de poner de manifiesto los pasos dados por el Rey de España y las amonestaciones por él dirigidas a Su Majestad Fidelísima y al Regente, su hijo, para apartar a Portugal del camino tan temerariamente escogido en su pertinaz intento de ayudar a Gran Bretaña en aquella guerra, sucedía en aquel importante documento la exposición de las resoluciones que no podían dejar de adoptarse. «En ese estado, continuaba así el Manifiesto, apurados todos los medios de suavidad; satisfechos enteramente los deberes de la sangre y de mi afecto por los Príncipes de Portugal; convencido de la inutilidad de mis esfuerzos; y viendo que el Príncipe Regente sacrificaba el sagrado de su Real palabra, dada en varias ocasiones acerca de la paz, y comprometía mis promesas consiguientes con respecto a Francia por complacer a mi enemiga Inglaterra; he creído que una tolerancia más prolongada de mi parte sería un perjuicio de lo que debo a la felicidad de mis pueblos y vasallos, ofendidos en sus propiedades por un injusto agresor; un olvido de la dignidad de mi decoro desatendida por un hijo que ha querido romper los vínculos respetables que le unían a mi persona; una falta de correspondencia a mi fiel aliada la República francesa, que por complacerme suspendía su venganza a tantos agravios; y en fin, una contradicción a los principios de la política que dirige mis operaciones como Soberano» Añadía luego y ya para concluir: «La corte de Portugal ha respondido en los mismos términos que siempre, y ha enviado un negociador sin poderes ni facultades suficientes, al mismo tiempo que se niega a mis últimas proposiciones; e importando tanto a la tranquilidad de Europa reducir á este gobierno a ajustar su paz con la Francia, y proporcionar a mis amados vasallos las indemnizaciones a que tienen tan fundado derecho; he mandado a mi Embajador salir de Lisboa, y dado los pasaportes para el mismo fin al de Portugal en mi corte, resolviéndome, aunque con sentimiento, a atacar a esta potencia, reunidas mis fuerzas con la de mi aliada la República, cuya causa se ha hecho una misma con la mía por el comprometimiento de mi mediación desatendida, por el interés común, y en satisfacción de mis agravios propios; y a este efecto declaro la guerra a la Reina Fidelísima, sus Reinos y súbditos, y quiero que se comunique esta determinación en todos mis dominios para que se tomen todas las providencias oportunas para la defensa de mis estados y amados vasallos y para la ofensa del enemigo.»

Esa ruptura que tantas censuras ha motivado, era ineludible si habrían de satisfacerse los compromisos que llevaba consigo la política adoptada al romper con la Inglaterra a los cuatro días, puede decirse, de ser la amiga más íntima de España en su lucha con la República francesa en las diferentes fases o formas de gobierno que había ofrecido desde los principios de la Revolución que la divorciara de los gobiernos monárquicos de Europa. Hasta el sesudo Campomanes disculpaba a Francia en sus pretensiones, que creía justas, de apartar a Portugal de su alianza con la Inglaterra, cuanto más a España que debería extenderlas a conquistar para sí una nación adherida a intereses tan contrarios y cuya posición geográfica aconsejaba fuera nuestra como lo había sido antiguamente. Pero el consejo que debió acabar con las vacilaciones de Carlos IV, fue, nos parece, el de su amado Príncipe de la Paz, a quien, como ministro antes y en el mal fingido retraimiento que tanto se afanaba en proclamar después y siempre, apelaba, tomándolo por el más justo, desinteresado y sabio. Quince páginas ocupa en las Memorias la exposición de las causas que el célebre favorito encontró para aconsejar la guerra a su soberano. Dispensaremos a nuestros lectores de su estudio que se haría inacabable de ir presentándoles los argumentos que contiene, aun cuando varios son lo lógicos que deben suponerse en la conducta de quien había llevado a España a la fatal alianza con la República francesa. Eso que es muy difícil armonizar las opiniones que antes emite contra Saavedra y Urquijo, tan dóciles y sumisos a las voluntades del Directorio y del Consulado, con declarar la guerra a Portugal, siquiera fuera luego para hacerla lo blanda y hasta teatral en que por fin paró. El de que era ya inexcusable y, de consiguiente, debía hacerse y precipitarla para que los Franceses no llegaran a tomar parte en ella, evitando así las injerencias que inmediatamente intentaría Napoleón que, al decir que Godoy al Rey, «de un solo ovillo hacía nacer mil en sus proyectos colosales, sin que tuviese cuenta con los medios, por injustos y violentos que éstos fuesen para llegar al fin de su política, y el de que no importaba que estuviéramos, como los portugueses, mal dispuestos, porque las tropas españolas saben hacer milagros, y la lealtad probada de nuestro clero, proporcionaría los recursos necesarios:» esos eran los argumentos empleados por Godoy para decidir a Carlos IV. «Invadamos Portugal, le dijo por fin, sin perder la coyuntura del momento, y evitemos, si es posible, que los Ingleses tengan tiempo para venir a socorrerle: evitemos también, si nos es dable, que los Franceses tengan tiempo de venir a ayudarnos y a mezclarse con nosotros; seamos dueños en nuestra casa cuanto pueda estar de nuestra parte.»

Lo que produjo esa conferencia, además de la resolución de la guerra, fue que el capitán general Príncipe de la Paz se encargase del mando del ejército y de gobernar las operaciones que habrían de producir la victoria de las armas españolas y la sumisión del Gobierno portugués, otro tratado de paz, por conclusión, más fácil, sin embargo, y ventajoso que el de Basilea. Ya tenemos, pues, al Guardia de Corps, que no había hecho un solo día de servicio fuera de las reales habitaciones, dirigiendo una guerra internacional, y con el firme y, en verdad, hábil y patriótico propósito de impedir que tomaran parte en ella sus aliados los Franceses, que ya se vanagloriaban de ser los primeros soldados del mundo, casi los invencibles de siete años después. Y hay que hacerle justicia en esa parte; aquella guerra, por más que se la haya tratado de ridiculizar, fue llevada con grande energía y produjo un resultado completamente nuevo en la historia de nuestras diferencias con Portugal, un jirón, al cabo, que España no había hasta entonces logrado arrancar del regio manto de sus señores. Porque, aun incorporado el reino entero a España desde la gloriosa jornada de 1580, había, al separarse de nuevo, recuperado las provincias todas del tiempo de su constitución, sin perder nada de ellas en las diferentes luchas habidas después, por justas que hubieran sido de nuestra parte.

El Príncipe de la Paz, una vez investido del mando del ejército con el título de Generalísimo, mostró una actividad que no era de esperar de él en los preparativos de la campaña, acabándolos tan pronto, que, al comenzar Mayo, andaban organizándose a lo largo de la dilatada frontera lusitana tres ejércitos que llegaron a constituir la para aquellos tiempos enorme fuerza de 60.000 hombres de todas armas. Uno de 10.000 debía acometer la invasión por el Miño a las órdenes del Marqués de Saint-Simón, tantas veces citado en las campañas de la República, y otro de igual fuerza, con el general Iturrigaray a la cabeza, amenazaría desde Ayamonte apoderarse del Algarbe y secundar, en caso necesario, al cuerpo principal que iba a mandar Godoy en el Alentejo, compuesto, bien se comprende, de más de 30.000 hombres, la flor y nervio, como dice el Conde Clonard, del ejército español. En un solo punto de la frontera no aparecieron las tropas españolas, el más propio, eso sí y ventajoso, para la invasión y sometimiento de Portugal, en Ciudad Rodrigo; pero fue porque había sido elegido por los Franceses para la asamblea de sus tropas, más acaso por hallarse próximo a su país, que por la importancia que le diera Napoleón, según pudo verse algunos años más tarde, en el de 1807. Badajoz debía tener para Godoy más de un atractivo, aun siendo el militar el primero en tal ocasión. Era su patria; y, queremos hacerle justicia, debió empujarle por ese camino la memorable jornada del Duque de Alba, sin hacerse cargo de que el héroe castellano contaba con la escuadra del Marqués de Santa Cruz, para pasar a la orilla derecha del Tajo por cerca de Lisboa. Es verdad que Godoy esperaba, y no sin razón, que, vistas las condiciones en que se hacía aquella guerra, no se extendería hasta más allá de Abrantes, objetivo, probablemente, el más lejano de sus proyectadas operaciones. Porque, lo que decía el 14 de Mayo en una proclama dirigida a las tropas, muestra elocuentísima que dio entonces de desconocer completamente el arte de comunicar al soldado el propio entusiasmo, el convencimiento de su fuerza y la noble aspiración a la gloria militar, ese arte que es una de las primeras cualidades del hombre de guerra destinado al mando de los ejércitos. «Ya estoy al frente de vuestras banderas, les decía, bizarros Españoles para conduciros a la gloria de las victorias; un pueblo tenaz aunque débil, es el obstáculo del bien común; buscamos la paz que este enemigo nos aleja; toda la Europa tiene parte en nuestro interés y mira con empeño y deseo nuestros felices sucesos: vamos, pues, amados compatricios, vamos, hijos queridos, á desarmar prontamente nuestro contrario...».

En lo que Godoy se manifestó, repetimos, habilísimo fue en la actividad desplegada para los preparativos de la guerra y en la prontitud y la energía con que la inició. Por los últimos artículos del tratado de 29 de Enero, hecho a instigación del Primer Cónsul, la mayor de las garantías para concluir con la libertad de que gozaban los Ingleses en Portugal, la de abrigar sus escuadras en los mejores puertos del reino, habría de consistir en la ocupación de algunas de sus provincias, que, al mismo tiempo, serviría para el recobro de las islas de Trinidad y Menorca que España había perdido desde el principio de la guerra, y el de Malta que acababan también de arrebatar a Francia las fuerzas navales de Gran Bretaña, que la tenían bloqueada desde el momento en que la había dejado Napoleón para trasladarse a Egipto. Esa ocupación, puede decirse que indefinida, puesto que sólo podía terminar con la paz general, habría de ser necesariamente un estorbo para cualquier tratado particular al hacerse la de Portugal y España; y esto era precisamente lo que deseaba Napoleón, tan firme en tal y tan maquiavélico propósito que, sabiendo la llegada a Lorient del Sr. Araujo, Ministro plenipotenciario de Portugal, recordarán nuestros lectores, cerca de la República y de cuyas aventuras en París dimos cuenta, le envió á decir el 13 de Mayo que Madrid era el lugar señalado para las negociaciones y que el Gobierno francés no se separaría de las bases propuestas por Su Majestad Católica. Pero a fin de que no fuera a creerse que se negaba a escuchar propuestas de una potencia estando en guerra con ella, al mismo tiempo que daba instrucciones para que, entre otras cosas, se contestase a Araujo que no era París sino Madrid, como acababa de decir, donde se llevarían a cabo las negociaciones de la paz, mandaba a Talleyrand que se le añadiese: «Que el Portugal hasta entonces era una provincia inglesa; que el primer paso para la reconciliación con Francia, sería el de embargar todos los barcos ingleses y prohibir la entrada de otros en los puertos de Portugal hasta la paz general; que, habiendo hecho los Ingleses grandes conquistas en Francia y España, ayudados por las flotas portuguesas, sería preciso que la provincia de Entre-Douro-e-Minho, la de Tras-os-Montes y la de Beira recibiesen guarnición, mitad de Españoles y mitad de Franceses, hasta la paz general para servir de equivalentes a las conquistas de los Ingleses.» Además pedía 20 millones de indemnización por los preparativos hechos para la guerra; y para que resalte una vez más la buena fe que usaba Napoleón desde los principios de su carrera dictatorial y olvidándose de cuanto había hecho escribir en ese mismo despacho, lo terminaba así: «El ciudadano Decrés quedará autorizado para firmar los preliminares fundados en esos artículos; y, una vez firmados, podrá dar al Sr. Araujo los pasaportes para que se traslade a París».

Ya se ve, pues, a Napoleón intentando entrar en relaciones directas con los Portugueses en un asunto que parecía haberse encomendado exclusivamente al Gobierno español. Cuantas precauciones tomara éste para evitar esas injerencias, serían pocas; y el Príncipe de la Paz prestó un gran servicio con apresurar tanto los armamentos e invadir Portugal con la celeridad y la energía con que lo hizo. No le concedía el Grande hombre esas cualidades; como negaba otras muchas al soldado español, aceptando por buenos los informes que recibió de algunos de sus emisarios que, como Franceses, creían y han creído siempre, que el suyo es el excelente, emprendedor, sufrido y disciplinado cual ningún otro del mundo. Y tanto se equivocó, que cuando llegaban a Madrid sus órdenes de 1° de Junio, para que se pusieran las operaciones de la guerra bajo la dirección de Saint-Cyr o que se le entregasen 10.000 españoles que con los 15.000 franceses, de los que aún no habían llegado 8.000 a Ciudad Rodrigo, se dirigieran a la ocupación de Oporto, la guerra había terminado y se estaba firmando el tratado de paz entre España y Portugal.

El Generalísimo español tenía, en efecto, reunidas el 14 de Mayo sus tropas en los puntos señalados para sus asambleas a lo largo de la frontera, y las dirigía en Badajoz la proclama a que antes nos hemos referido, más que de un jefe experimentado en el arte de las batallas, propia del que ignora todavía el de encender en el ánimo del soldado el sacro fuego que ha de asegurar sus éxitos más brillantes. Y sin embargo, aquellas tropas, en las que se contarían tantos de los héroes del Rosellón y el Bidasoa que nunca podrían olvidar las eminentes cualidades de Ricardos y Caro, iban a vencer también ahora, regidos por quien, no en el duro tráfago de la guerra, sino en las aulas de la corte y en las lides de amor había debido aprender su nuevo oficio. El día 20 eran dueños de Olivenza y encerraban a los Portugueses que cubrían la línea del Caya en el robusto recinto de la plaza de Elvas, en cuyos jardines exteriores cogieron nuestros soldados los ramos de naranjas que había de dar nombre á aquella guerra, presentados luego a la Reina en una ceremonia tan ridícula como pretenciosa de grandeza y fausto. El 21 se había rendido Jeromenha con las mismas condiciones que Olivenza; y Campo Mayor quedaba bloqueada, rechazando su gobernador Díaz Acebedo, como el de Elvas, Xavier Noronha, las intimaciones que le dirigió el general D. Ignacio Lancaster, apoyándolas con el fuego de algunas piezas de campaña, únicas de que por el momento podía disponer. Alguna mayor importancia ofreció Acción de el combate del 29 en Arronches, donde los gene D. Manuel de Lapeña y marqués de Mora derrotaron a un gran cuerpo de Portugeses, «matándoles, según decía el parte, 150 hombres, hiriéndoles 80 y tomándoles 200 prisioneros, con 4 oficiales, un cañón con su tiro y carro de municiones, gran cantidad de armas,» un rico botín y, por último, la plaza.

Este choque y los movimientos a que dio lugar privaban a Campo Mayor de todo ulterior socorro y mantenían a Elvas completamente incomunicada y hasta envuelta, sin esperanza alguna si el ejército portugués no recobraba las posiciones de los días anteriores. Pero, en vez de la reacción que eso haría suponer, las tropas portuguesas se retiraron apresuradamente al Tajo, abandonando en los caminos parte de su material y no pocos víveres que aprovecharían los Españoles, faltos ya de ellos según iban internándose en el país. Sólo quedaban a retaguardia las citadas fortalezas de Elvas y Campo Mayor que pudieran motivar alguna precaución en el ejército español, pues que Estremoz era, al mismo tiempo, objeto de un ataque por parte del Marqués de Castelar que con la división de su mando debería también observar a Villaviciosa y a Evora sobre su izquierda y en las comunicaciones con Olivenza y Jeromenha, donde mandaba las fuerzas enemigas el general Forbes, tan conocido de los Españoles. San Vicente, Barbacena y Santa Olalla fueron ocupadas el 23, 24 y 25 por Lancaster, relevado al frente de Campo Mayor, por la cuarta división de Negrete y reforzado en sus nuevos empeños por la Vanguardia que ya hemos dicho regía el infatigable y entendido Marqués de la Solana, que se adelantó aún más el último de aquellos días persiguiendo a los Portugueses con sus guerrillas hasta más allá de Monforte. Tan encendidos iban Lancaster y Solana en su avance, que el 1° de Junio eran dueños de Assumar y Alegrete, poniéndose frente a la excelente posición de Porto da Espada, donde se habían reconcentrado los Portugueses para hacer un extremo y poderoso esfuerzo. El brigadier Bernardino Freire de Andrade, tan reputado por lo enérgico y activo, ocupaba aquel campo en observación, antes, de las avenidas de nuestra plaza de Valencia de Alcántara, y ahora cubriendo las fuentes del Caya, en cuyo valle asentaban las poblaciones portuguesas acabadas de nombrar. Pero vista la situación a que habían llegado las cosas el día 1.° de Junio, se concentraron junto al campamento de Freire y en derredor del cuartel general, establecido en Portalegre, la mayor parte de las fuerzas teniendo a su retaguardia la caballería y en Crato la división extranjera de Frazer. ¡ Maniobra inútil ¡ Porque no estaban para resistir los ánimos en el campo portugués, y apenas los acometieron la Vanguardia y la cuarta división españolas, algún regimiento de la primera y la caballería de la tercera, todo él se puso en retirada abandonando sus abundantes depósitos de víveres, armas y municiones. El Duque de Lafoens se dirigió á Alpalhao y Gaviáo para acogerse, como lo hizo, al Tajo, en cuyas aguas había establecido puentes que mantuvieran expeditas sus comunicaciones con Abrantes en la margen derecha de aquel caudaloso río.

Quedaba junto a aquel campo la pequeña plaza de Castello de Vide que mal podía defenderse después de tal desastre; y su gobernador se dejó imponer por la presencia de un batallón y un escuadrón que él y los suyos supusieron ser parte de un gran golpe de fuerzas de todas armas ante las que sería imposible toda resistencia. Detrás, ya lo hemos dicho, continuaban sin expugnar Elvas y Campo Mayor, bloqueada la primera por no tener los Españoles todavía reunidos medios propios para formalizar el sitio, y apretando ya el de la segunda que no los exigía tan numerosos y potentes.

Ya hemos dicho también que la división Negrete, al relevar a las de Vanguardia y segunda, había sido encargada del sitio de Campo Mayor. Esto se verificaba el 2 1 de Mayo; y en la tarde de aquel mismo día y después de un prolijo reconocimiento se plantaba en paraje oportuno una batería que entonces se llamó de incomodidad, ya que se esperaba no sería necesario un ataque formal con la construcción de obras de sitio y la artillería correspondiente. La batería rompió el fuego la mañana del 24 causando algún estrago en la ciudad, a cuyo gobernador creyó Negrete deberle dirigir después una segunda intimación que fue, como la primera, rechazada. Por eso y sabiendo el Generalísimo que la concentración de los enemigos en Arronches tenía por principal objeto el de socorrer a Campo Mayor, mandó reforzar la división sitiadora con la tercera de Castelar, situándola en la parte por donde irían aquellos que, como ya expusimos, fueron atacados y vencidos por Solana y Lancaster antes de que pudieran realizar su intento. Campo Mayor insistía, sin embargo, en su defensa arrostrando el fuego de otra batería que, más próxima que la anterior, produjo gran ruina en los muros y principalmente en los edificios de la población con las 6 piezas de a 24, 4 de a 16 y un mortero de a 12 que la formaban. Fue necesario, aun así, aumentar el fuego en los días del 2 al 6 de Junio; pero, más que eso en nuestro concepto, el que llegasen al gobernador noticias exactas de los progresos que había hecho nuestro ejército y de que ya se hallaba operando sobre el Tajo, para que el general Díaz Acevedo se aviniera a capitular después de 16 días de una resistencia que bien puede calificarse de honrosa si se compara con la que oponían las demás plazas y, sobre todo, las tropas del ejército de operaciones. El Generalísimo atribuía la pronta rendición de la plaza, que se entregó cuando tenía «quasi apagados sus fuegos, destruidos sus parapetos que miraban a las baterías de ataque y haber recibido más o menos daño todos los edificios de su vecindario, de que muchos estaban en ruinas,» a que «la incomodidad, encierro o exposición en que semejantes baterías tienen a la guarnición y vecindario produce más breve y menos sangriento y costoso efecto que los ataques en regla.» No; a lo que debió achacar éxitos tan rápidos fue a la manifiesta debilidad que semejante lucha causaba en unas tropas, como las portuguesas, cuyo general en jefe se resistía a tomarla en serio, considerándola tan impopular en España como en su país, unidos por vínculos tan estrechos, y provocada tan sólo por la vanidad de Godoy y su ansia de pasar por un gran capitán. En cuanto al sistema recomendado para la toma de plazas, ¿hubiera dicho Godoy lo mismo después de los sitios de Zaragoza y de Gerona en 1808 y 1809?

A la conquista de Campo Mayor siguió la de Ouguella en el mismo día 6 de Junio, último de la campaña; porque el Gobierno portugués, viendo a su ejército en completa retirada y acogiéndose a la derecha del Tajo después de una intentona frustrada para recobrar sus depósitos de Niza y Flor da Rosa, donde sufrió la derrota quizás más considerable de la guerra, se resolvió á negociar una paz que bien comprendía iba a ser mucho más onerosa de proseguirse todavía las operaciones.

No habían sido más favorables para él las ejecutadas en la frontera de Galicia ni en la del Guadiana. En aquélla, el general Gómez Freire jefe de E. M. de La Rosiére, pretendió apoderarse de Monterrey, y saliendo de noche con un grueso cuerpo de infantería y caballería se encaminó por el valle del Tamega a aquel punto que consideraba poco vigilado y sin temor alguno. Pero los guías equivocaron la ruta, error extraordinariamente craso tratándose de distancia tan corta y en país tan conocido, error, sin embargo, que salvó a los Portugueses; porque, avisados a tiempo los nuestros de su intentona, les armaron una emboscada al frente de Monterey y los hubieran escarmentado de no retirarse con la mayor precipitación a sus cantones al, tomando el verdadero camino, chocar sus avanzadas con las españolas. En el Guadiana las operaciones se redujeron a un cañoneo no muy sostenido de las baterías de una y otra orilla, reforzado en la nuestra por el fuego de las lanchas cañoneras que tenía allí apostadas el general Iturrigaray, cuyas tropas experimentaron algunas pérdidas y, entre ellas, la muy de lamentar del teniente coronel de artillería D. José Power, oficial de gran mérito a quien derribó muerto una bala de cañón, disparada desde una batería establecida por los Portugueses contra las nuestras de Ayamonte.

La situación de Portugal se había hecho consternadora, así lo reconoce un historiador de esa nación, presente en aquellos acontecimientos que, en su patriotismo, deplora con la mayor amargura. Érale necesario recurrir a las negociaciones antes de que tomaran parte en la campaña los Franceses que, no teniendo la fuerza que se les suponía y aún se les ha querido atribuir después, se mostraban, sin embargo, impacientes por penetrar en el Reino hacia Coimbra y Oporto. Así es que el 6 de Junio se celebraba en Badajoz un armisticio que a los dos días se convertía en dos tratados de paz; uno, entre Portugal y España, que firmaron Luis Pinto de Sousa, vizconde después de Balsemáo, y el Príncipe de la Paz, y otro entre aquel mismo Estado y la República francesa, en que estampó su firma Luciano Buonaparte junto á la del diplomático portugués.

Grandes sacrificios hubo de hacer el Gobierno lusitano para obtener la paz en circunstancias tan apuradas; pero, aun así, no fueron lo enormes que de tratarse entre naciones animadas de otros sentimientos que los en que se inspiraban las dos que comparten el dominio de la Península ibérica.

En el tratado con España se estipulaba, además de la devolución de las presas respectivas, la clausura de los puertos de Portugal a los navíos de la Gran Bretaña y la restitución de cuantas plazas y poblaciones hubieren conquistado los Españoles en aquella guerra, excepto la plaza de Olivenza, su territorio y pueblos desde el Guadiana, de suerte que este río fuera el límite de los respectivos reinos en aquella parte que únicamente toca al sobredicho territorio de Olivenza. Añadíase a eso la prohibición de depósitos de contrabando que pudieran perjudicar al comercio e intereses de la corona de España, sin perjuicio para las rentas reales de la de Portugal ni para el consumo del territorio respectivo en que se hallaren. Los artículos del V al VIII inclusive se referían a la indemnización a los vasallos del rey de España de los daños y perjuicios que se reclamaran en justicia, causados por los del de Inglaterra y de Portugal durante la guerra con ambas potencias, al reintegro de los gastos no pagados por las tropas portuguesas al retirarse de la guerra con Francia terminada en 1795, a la conducta que debería observarse al cesar las hostilidades así respecto a contribuciones como a la evacuación de los territorios ocupados, y al tratamiento para con los prisioneros y enfermos o heridos que se restituyeran a su país. El art. IX, ofrecía una importancia que exige mención especial. Se decía en él: «S. M. Católica se obliga a garantizar a S. A. Real el príncipe regente de Portugal la conservación íntegra de sus estados y dominios sin la menor excepción o reserva.» Era esto tanto como echar por tierra el más importante plan de Napoleón, que, como saben nuestros lectores, consistía en ocupar algunas provincias portuguesas que sirvieran, al hacerse la paz general, de garantía para la restitución de Malta y de Menorca y la Trinidad a sus anteriores dueños. Godoy dice en sus Memorias que ese artículo, dirigido al parecer contra las invasiones de Inglaterra, iba realmente a evitar que los Franceses, por su parte, intentasen invadir el Portugal ellos solos si el Primer Cónsul, como podía darse, no aprobaba el convenio ajustado por su hermano.

Pero la cláusula que más honor hace a aquel tratado y de consiguiente a su negociador, es la segunda de que ya hemos dado cuenta, la en que se estipuló la anexión a España de Olivenza y su territorio en la orilla izquierda del Guadiana. Basta ella sola para desnudar la guerra de 1801 del manto del ridículo con que se la ha querido cubrir por los detractores de Godoy y por los que sólo en los resultados de gran bulto encuentran la gloria y el verdadero fruto de los acontecimientos militares o políticos. Que se trasladen, sin embargo, con la memoria a las regiones de la historia de nuestras luchas con Portugal y vean si, fuera de la gran, mejor dicho completa y trascendental hazaña del duque de Alba, ha sacado España de ellas ventaja que ni moral ni materialmente compense la serie de reveses que, valiéndose de sus propios recursos, de sus alianzas, de cuantos medios les han proporcionado nuestros errores y discordias, nos han hecho sufrir los Portugueses en la defensa de su territorio desde su constitución en reino independiente dentro de la península de que ocupa parte tan considerable. Fue necesario que llegasen momentos tan angustiosos como los del primer año del presente siglo para que privado Portugal del auxilio, pocas veces negádole, de Gran Bretaña en la ocasión precisamente en que se sacrificaba por ella, cediese en lo que más podía lastimarle, en la pérdida de un pedazo, siquiera pequeño, del suelo patrio. Pero, por lo mismo, tal sacrificio constituye una gloria indisputable para Godoy, a quien no hemos de negársela nosotros por duros y hasta inexorables que nos hayamos mostrado con sus ambiciosos y ruines procedimientos para obtener los favores de que fue objeto y la influencia de que hizo uso tan fatal para su país. Así es que las diatribas que tanto se le prodigaron por el espectáculo de las revistas militares pasadas por Carlos IV y María Luisa en las inmediaciones de Badajoz, alardes impropios del motivo y la ocasión que los provocaba, si eran justas, lo eran en cuanto á los móviles de su promovedor y al olvido total de las conveniencias que imponía una corte como la española, tan severa hasta entonces.

El segundo tratado, de igual fecha que el anterior, esto es, el que hemos dicho firmaron Luciano Buonaparte y el mismo Pinto, contenía clausulas naturalmente diferentes, como celebrado entre naciones cuyos intereses en aquella contienda no se parecían a los que se ventilaban entre España y Portugal más que en el común de excluir a Inglaterra de toda injerencia en los asuntos de nuestros hermanos de la Península y a sus naves del abrigo que les habían ofrecido hasta entonces los puntos del litoral lusitano. Eso y una indemnización de 20 millones constituían lo más esencial del convenio y las seguridades de una amistad cordial con la República y sus aliados. La irritación del Primer Cónsul al conocer esas estipulaciones fue extrema y la reveló inmediatamente con aquellos rasgos de violencia, característicos suyos y de que, al decir, de un historiador francés, se hacía un arma de combate para sus maniobras diplomáticas. Sus acusaciones iban en primer lugar dirigidas a Luciano que había tan neciamente hecho un convenio que Napoleón calificaba de opuesto á sus mandatos, al hecho con España y a los intereses de la República, tan comprometidos en aquella ocasión. Teníalo por uno de los reveses más graves que hubiera sufrido en su magistratura, no estando acostumbrado su nombre á aparecer más que en cosas útiles para la nación y honrosas para el pueblo francés. Quería reforzar el ejército de Leclerc con 10.000 hombres, preparados ya en la frontera para su entrada en España; y agregándoles, como ya había dicho, 10 ó 12.000 españoles, se deberían ocupar las tres provincias portuguesas antes citadas. De todas maneras, desaprobaba el tratado hecho por su hermano, que, a lo más, podría servir de protocolo, ya que se acordaba en él que no cesarían las hostilidades hasta que fuera ratificado; sirviendo, en caso, para emprender uno con Inglaterra entendiéndose con Lord Hawkesbury, pero siempre sobre las bases designadas al Sr. Araujo cuando tan inopinadamente se presentó en Lorient. Al mismo tiempo hacía escribir al general Saint Cyr, manifestándole que el Gobierno francés no aceptaba el tratado ni podría hacer la paz mientras, no ocupasen sus tropas dos o tres provincias que sirvieran de equivalencia al gran número de colonias conquistadas a sus aliados por los Ingleses, y que, concertando con Godoy un plan de campaña en unión con fuerzas españolas, marchara con todas las francesas sobre Oporto y ocupase las provincias inmediatas; en el concepto, se le dijo, de que no había enviado a Madrid un general tan distinguido para que no se hiciera caso de él y gentes novicias en el arte de la guerra desdeñasen sus consejos.

En cuanto al Príncipe, de la Paz, desatábase Napoleón en injurias contra él y en amenazas contra sus protectores.

De aquél, decía en su despacho del 7 de Julio: «Sabréis por ellas (cartas de España) que el Príncipe de la Paz, que ha conquistado nueve fortalezas y reñido no se cuántas batallas, toma con nuestro Embajador el tono de un Suwarow.» Y en otro de dos días después: «He leído el billete del general Príncipe de la Paz; es tan ridículo que no merece una contestación formal; pero si ese príncipe, comprado por la Inglaterra, arrastrara al Rey y a la Reina en sus providencias contrarias al honor y a los intereses de la República, habría sonado la última, hora de la monarquía española. »

Aquel debió ser el primer toque de aviso a los gobiernos españoles de la terrorífica tempestad que amenazaba para poco después a la monarquía que luego acabaría, con efecto, por destruir el gigante en la plenitud ya de sus fuerzas.

Godoy, ensoberbecido con sus triunfos de Portugal, más fáciles de lo que él pretendía hacer creer y de lo que consideraban sus ciegos protectores, y asegurado con la ratificación dada por ellos al convenio de Badajoz, respondió a las primeras impugnaciones de Napoleón y a los pasos que dio Saint Cyr para anularlo con una nota, la del 26 de Julio, en que, después de decir que la paz ajustada, con la aprobación del Rey y publicada ya, era irrevocable, habiéndose hecho, además, de acuerdo con el plenipotenciario francés y con el objeto y condiciones que se habían antes convenido entre las dos potencias aliadas, demostrábase que Portugal no había revelado la obstinación que se había también convenido en vencer con las armas para cerrar sus puertos a las naves inglesas. La ligera resistencia opuesta en tan corta campaña no debía interpretarse como tal obstinación, por todo lo cual el carácter de aquel negocio era ya tal, como si el Portugal hubiese consentido desde los principios a las proposiciones de los dos gabinetes aliados. Añadíanse luego razonamientos sobre los beneficios que proporcionaría aquel tratado a Francia y a España para apresurar el término de la guerra con la Gran Bretaña, todos expresados con frases que, a la par que enérgicas, debieron ser convincentes para el Primer Cónsul según el silencio con que fueron contestadas. Uno de esos razonamientos era: «que la cuestión del Portugal, no merecía la pena de que Francia hiciese pender de ella la amistad tan radicada que unía a las dos naciones; que en mantener lo hecho iba el honor de la corona, mientras la Francia en respetarlo, sin perder cosa alguna, probaría a todo el mundo, lo primero su moderación en evitar la guerra cuando no es justa y necesaria; lo segundo, que su alianza no era mando; y que en fin S. M. Católica, sobre todas estas razones, tenía ansia de aliviar sus vasallos del peso de la guerra y de evitarles las molestias que las tropas extranjeras, por más bien disciplinadas y mas amigas que éstas fuesen, causaban siempre a las familias y a los pueblos con sus estaciones y tránsitos».

Esto era, y después se indicaba, exigir la evacuación de nuestro territorio por las tropas francesas, huéspedes enojosos, cuya acción se había conseguido impedir con la rapidez de las operaciones de nuestro ejército y cuya vuelta a Francia se trataba ahora de apresurar alegando penurias y no surtiendo los suministros que necesitasen sino por un plazo, al fin del cual hasta llegaron a suspenderse.

Parece que conducta semejante por parte del Gobierno español debía exasperar aún más al Primer Cónsul que sólo esperaría complacencias y actos de la más servil humildad como hasta entonces. Había reconocido la obligación de que todos los gastos del ejército francés corriesen de cuenta de la República, prometiendo el reembolso de los adelantos hechos por España; había recomendado a Leclerc tomase las medidas convenientes para la observancia más severa de la disciplina en las tropas de su mando, consiguiéndolo a punto que Godoy confesara que era inmejorable, perfecta; manifestaba en sus notas a Azara, en la del 15 de Agosto particularmente, un afecto y un respeto a Carlos IV que decía traducirse en sus concesiones al rey de Etruria y al duque de Parma, y la mayor confianza en su lealtad y firmeza; pero en cuanto acudía a la punta de su pluma el nombre del favorito, iban desapareciendo la magnanimidad, la calma y hasta la paciencia en que parecía haber querido inspirarse para sus escritos a nuestro embajador en París y al suyo en la corte española: Manifestaba a Azara que se trataba en España de llevar a su colmo el disgusto de los oficiales franceses y de suscitarles todo género de contrariedades, y que se había llegado a proponer a Leclerc la diseminación de sus tropas por varias provincias, proposición injuriosa para unas banderas que jamás habían consentido el menor insulto. La queja era fundada y el Príncipe de la Paz se jactaba de ello luego, haciéndola conocer la información dirigida a los Cónsules por el general Rivaud en que probaba de una manera palmaria el mal trato que se daba en España a los soldados franceses. A su hermano le hacía ver Napoleón la indignación que sentía por la conducta extravagante e insolente de Godoy; mandándole que presentase sus quejas al Rey y á la Reina sin ocultarles que las sufría, «pero que ya estaba vivamente impresionado por él tono de desprecio y de falta de consideración que se tomaba en Madrid, y que de continuar poniendo a la República en la necesidad de soportar la vergüenza de los ultrajes que se le hacían públicamente o de vengarlos con las armas, se podrían ver cosas que no se esperaban.» Afortunadamente Azara seguía en París y empleó su gran influencia con el Cónsul hasta conseguir calmarlo y, por él pronto, hacerle hasta olvidar las imprudencias, eso sí patrióticas, de nuestro arrogante Generalísimo.

Es verdad que por aquellos días absorbían por completo la atención de Bonaparte las noticias que a cada momento le llegaban de la campaña en que se había visto comprometido un destacamento de la escuadra del almirante Gantéaume, que desde Tolón se dirigía a reunirse en Cádiz á la que se estaba formando en este arsenal con los seis navíos españoles cedidos a Francia. Se había tratado dé hacer un gran esfuerzo para sacar de Egipto el ejército francés que se temía hubiera muy pronto de sucumbir según lo vano de las anteriores tentativas, lo pertinaz de los ataques de que era objeto por parte de Turcos e Ingleses, y falto, desde la muerte de Kleber, de un jefe que mantuviera por más tiempo su dominación en el Delta. No ya para extender esa dominación, como era el pensamiento de Bonaparte, ni para dar esperanzas de permanecer respetado en la región más envidiada de aquel emporio de riqueza, adivinado por Alejandro y produciendo hoy las mismas codicias que antes, tenía el ejército francés medios suficientes, bloqueado tan estrechamente, como estaba, y bajo la dirección del general Menou, hombre inteligente, instruido y celoso, pero inexperto, irresoluto y, en fin, sin condiciones militares que le hicieran temer de los enemigos y apreciar de sus soldados. Sabía perfectamente todo eso el Primer Cónsul; y de ahí el empeño de sacar a sus antiguos camaradas de un país imposible ya de mantener y en que, por este mismo convencimiento desde los desastres de San Juan de Acre y de Abukir y por sus ambiciosas miras políticas, había abandonado a un destino que calculaba sería en último término fatal e irremediable.

En el tiempo a que nos vamos contrayendo y mientras ponía en ejecución los proyectos de que hemos dado cuenta, valiéndose de la grande escuadra franco-española de Brest y de las con que contaba del Ferrol, Cádiz y Cartagena al tenor del último tratado de San Ildefonso, el Primer Cónsul ordenó a Ganteaume una nueva salida, la tercera, en dirección de Egipto. Verificóse, efectivamente, el 25 de Abril, aun teniendo que enviar a Toulón tres navíos con los enfermos que una dolencia pestilencial declarada a bordo de la escuadra obligaba a volver a Francia, y llegó a una playa inmediata a Alejandría, la cual hubo luego de abandonar apresuradamente ante los Ingleses que se presentaron de improviso a su vista con fuerzas muy superiores a las de su mando. Pero mientras volvía a Toulón, el almirante Linois que mandaba los tres navíos destacados de las costas de la isla de Elba, desembarazado ya de los enfermos, se daba a la vela hacia Cádiz para reunirse a los seis navíos cedidos por nuestro Gobierno y que andaba gobernando el almirante Dumanoir, a otros cinco del Ferrol y acaso a la escuadra de Bruix, si le era posible a éste salir de Rochefort. Con eso se formaría una flota de más de veinte navíos, capaz de hacerse dueña del Mediterráneo y abastecer superabundantemente al ejército de Egipto; operación, después de todo, tardía ya, puesto que ese ejército capitulaba el 27 de Junio sin esperanza en los propios recursos ni en el socorro, tantas veces frustrado, de su Gobierno.

Linois, a pesar de vientos en un principio contrarios, embocó el Estrecho; y sabiendo cuan próxima se hallaba la flota inglesa destinada a observar el puerto de Cádiz, se acogió el 4 de Julio al surgidero de Algeciras. Su posición allí era, como no podía menos, peligrosa, tanto por la proximidad de la escuadra enemiga, dueña de la salida del Estrecho desde sus posiciones, como por hallarse frente a frente de un establecimiento, el de Gibraltar, que podría abastecerla de cuanto la fuera necesario para combatir en punto tan cercano, en sus mismas aguas puede decirse. A pesar de todo, su valor, el compromiso honroso en que se veía y el apoyo que esperaba de las fortificaciones de Algeciras y de las fuerzas sutiles de aquel puerto, le inspiraron la resolución generosa de arrostrar el peligro y las responsabilidades de un combate que, por lo desigual, debía temer pudiera serle funesto.

El día 6, con efecto, el almirante Saumarez doblaba a las siete de la mañana la Punta Carnero y entrando en la bahía aunque con viento contrario se dirigía hacia la escuadra francesa. La británica se componía de siete navíos, uno de ellos, El Superbe, muy retrasado en su marcha, y una fragata con varias embarcaciones menores que acudieron de Gibraltar para ayudarla en su ataque; la francesa, ya lo hemos dicho, de tres navíos, El Formidable, El Desaix y El Indomptable, con la fragata Muiron, que les había servido de aviso en su marcha. La línea francesa se hallaba establecida entre la batería de Santiago al Norte, en que se apoyaba El Formidable, y la de la isla Verde al Sur, a cuya inmediación también se puso E lIndomptable, con El Desaix y La Muiron en medio, y las cañoneras españolas mezcladas entre aquellos buques o en situación de poderles prestar los servicios necesarios, propios de su condición. La primera de las baterías montaba cinco piezas de a 18; la segunda, siete de a 24, y las lanchas iban también armadas de artillería y con tripulaciones tan decididas como numerosas.

El almirante inglés lanzó sobre El Formidable uno de sus novios, El Pompey, que, poniéndose a tiro de fusil, y según una versión española al de pistola, de su adversario, trabó con él un combate que, por lo encarnizado, parecía hacerse rápido y decisivo. El francés se defendía con tan buena fortuna, que otro inglés, El Hannibal, creyó deberse dirigir al socorro de su compatriota, ya muy maltratado y con todo su aparejo perdido. Los Franceses, escarmentados de la hábil maniobra de Nelson en Abukir, habían hecho varar dos de sus novios para no ser, como en la playa egipcia, envueltos y cogidos entre dos fuegos, en la previsión, por supuesto, de, si salían venciendo de tal compromiso, poderlos poner a flote al subir la marea. Así es que, al intentar El Hannibal acercarse a la costa y envolver al Formidable que, además del Pompey, estaba combatido del Venerable que fue a su socorro, varó también y, cogido entre los fuegos de la batería de Santiago, el de las cañoneras españolas que se le echaron encima, y el del Formidable, tuvo al poco tiempo que arriar su pabellón. El Desaix había logrado éxito igual al tomar parte en la lucha del Formidable, a cuyo lado estaba, con El Pompey, el que también arrió su bandera, pero logrando luego a favor de las embarcaciones menores ser remolcado a Gibraltar sin caer prisionero como El Hannibal. Eran ya dos los navíos ingleses puestos fuera de combate. El Audacious, no logrando acercarse al Desaix, se paró frente al Indomptable que con La Muiron se había retirado al abrigo de la Isla Verde, el fuego de cuya batería, unido al suyo, tuvo a raya al navío inglés y a otros dos de su misma nación a quienes el viento no dejaba maniobrar con la holgura necesaria para unir sus esfuerzos a los del primero. En resumen; que a las once de aquel día, tan glorioso para la marina francesa, El Pompey era retirado; a las doce y media, se rendía El Hannibal; a la una y cuarto, viraban los demás navíos ingleses con El César, que era el almirante, desarbolado, y todos con grandes averías, para a las tres y media fondear en Gibraltar, dejando como de descubierta al menos maltratado y a algunos de los buques que habían servido para el transporte de municiones y otros auxilios desde la vecina plaza británica.

Las pérdidas fueron considerables en las dos escuadras combatientes; evaluándose la de los Ingleses aproximadamente en unos 900 hombres y la de los Franceses en 500, de los que 200 muertos y, entre éstos, los capitanes Lalonde y Moncousu del Formidable y del Indomptable. También fueron de importancia las bajas sufridas por los Españoles. Además de las baterías de Santiago y la Isla Verde, y aun las de San García y Punta Carnero, que también hicieron algún fuego al paso de los buques enemigos por su frente, tomaron parte en la acción siete lanchas cañoneras, iniciándolo desde las dos cabezas de la línea francesa, donde se habían establecido desde que se vio a aquéllos dirigirse a combatirla. Con decir que de las siete, fueron cinco echadas a pique, las 2, 4, 8, 12 y 13, se comprenderá si sería o no eficaz su ayuda; pudiéndose añadir que, además del alférez de navío Lobatón que mandaba la núm. 12, fueron muertos tres patrones y dos marineros, y heridos cuatro soldados y cinco marineros, con varios también de los sirvientes de la artillería de nuestros fuertes de la costa. También sufrió bastante la población de Algeciras, a la que dirigieron sus fuegos algunos de los buques ingleses en los momentos en que no podían dañar a los franceses, causando, según uno de los partes, no poco daño en sus edificios y casas.

Pero no fue allí donde el almirante inglés vengó la derrota que acababa de experimentar, tanto más vergonzosa cuanto que esperaba aquel día emular las glorias del vencedor de Abukir. Presentándosele seis días después una ocasión favorable para vengar su afrenta del 6 de Julio, logró aprovecharla con resultados tan funestos para nuestra marina, que no es fácil se olviden jamás en la historia de sus reveses, con haber sido tan frecuentes como terribles en aquellos primeros años de la presente centuria.

Al saberse en Cádiz, con la victoria de Algeciras, la situación comprometida en que quedaba la escuadra francesa en aquella bahía, se aprestaron varios buques, entre ellos El San Antonio, uno de los que se habían cedido a Francia, montado ya por marineros suyos; y el 9 zarpaban a las órdenes del General D. Juan Joaquín Moreno, hombre, al decir de Galiano, en quien no faltaba buen valor, pero si juicio, llegando felizmente a incorporarse con los de Linois. Y como entre las varias relaciones que tenemos a la vista de la jornada de aquella escuadra al volver a Cádiz, ninguna nos ofrece las garantías de acierto que la de un oficial de marina, testigo de tan triste suceso, vamos a copiarla íntegra, ya que, además, es tan lacónica como expresiva.

«Nuestra Escuadra, dice, compuesta de 5 Navíos, y de 4 Franceses, zarpó de aquel fondeadero el 12 formada en línea de Combate, que respetaron los enemigos. Sobrevino bonanza, que retardó la operación de embocar el Estrecho, que no se logró hasta el anochecer, en que dieron la vela 5 Navíos Ingleses de Gibraltar, a los que parece se agregó otro de Levante en aquel momento.»

«Refrescó el viento en el Estrecho, con lo que se acercaron los Ingleses, que venían por nuestra retaguardia, y arrojaban carcasas para descubrir la posición verdadera de nuestra Escuadra; y aun uno de ellos se introdujo en medio del Real Carlos y del Hermenegildo, que venían a la cola de la línea, disparó una andanada a cada uno, y procuró retirarse o pasar de largo. Resultó, que recibiendo El Hermenegildo la descarga en su banda de estribor, y El Real Carlos en la de babor, orzó cada uno sobre la banda en que había recibido el daño, para responder con toda la Artillería del costado; pero puestos contra proa los Navíos con viento fresco, se abordaron, teniéndose uno a otro por enemigo, y se hicieron un terrible fuego a boca de jarro, haciéndose uso de Granadas de mano y frascos de fuego, hasta que al cabo de media hora o algo menos, se incendió El Real Carlos, y a su luz se reconocieron, y se aplicaron, aunque en vano, a apagar el fuego, que se comunicó al Hermenegildo; y volaron con corta diferencia de tiempo, habiéndose salvado únicamente un Guardia Marina, D. N. Flórez en la Falúa del Real Carlos, con 47 hombres, únicos restos de 2.000, y de 61 entre Oficiales y Guardias Marinas».

«No es nuevo batirse de noche dos Navíos de una Escuadra, pues, aun en tierra, en que es más fácil el desengaño, se escopetean muchas veces los cuerpos de un mismo Ejército.»

 

«El General D. Juan Joaquín Moreno, con su mayor de órdenes Quevedo y 4 Ayudantes, habían salido de Algeciras en La Sabina, y también el General Francés Ciudadano Linois, por lo que se salvaron; pero hay muchos duelos, con motivo de una desgracia, tan impensada como funesta.»

«El 13 por la mañana calmó el Levante, y nuestra Escuadra (se halló?) unida como a 4 leguas al Oeste de Santi-Petri, y cerca de este Castillo el Navío Francés El Formidable, a quien atacaban un Navío y una Fragata Inglesa; pero a la hora de principiado el combate, y como a las seis y cuarto de la mañana, perdió el enemigo su Palo-mayor; y aunque el Francés se hubiera apoderado de su contrario, no lo pudo hacer, por causa de otros dos Navíos Ingleses que se acercaron, dieron auxilio al desarbolado, que a corto rato quedó sin Palos; y entretenidos con él, dejaron seguir su camino al Formidable, que entró en Cádiz a las cuatro de la tarde, y después la Escuadra aliada, faltando los dos que se volaron, y El San Antonio Francés, cuyo paradero se ignora. Esta Escuadra había salido de Cádiz el 9. Quedó en Algeciras el Navío Hannibal, apresado a los Ingleses allí en la acción del 6, y salió falsa la noticia del otro Inglés, que se aseguró haberse ido a pique en Gibraltar, de resultas de la misma acción».

La acción de Algeciras, por gloriosa que fuera y aun sirviendo a Napoleón para uno de aquellos alardes que desde Italia venía haciendo de premiar las hazañas de sus subordinados, lo que valió á Linois un sable de honor y una orden por demás lisonjera, fue, al comparar sus ventajas con las pérdidas sufridas a los seis días en el Estrecho, una nueva demostración de la inferioridad naval de las naciones aliadas contra Gran Bretaña. La conquista de Portugal, al ser repugnada por el Rey de España, no era posible ni, aun siéndolo, valdría a Francia lo que la amistad del monarca, su tan sincero aliado, ni los riesgos y perjuicios que produciría la irritación de la Inglaterra al verse tan reciamente atacada en un país que tal interés político y militar la inspiraba. Y aunque las notas de Godoy suscitaran en él, no sólo el desprecio que afectaba, sino que un deseo, bien se veía, vehementísimo de vengarse de ellas en su autor y hasta en los soberanos sus protectores, las gestiones conciliadoras de Azara, incansable en su tarea de hilvanar voluntades, y más aún las consideraciones que acabamos de hacer, no muy distantes probablemente de las que él se haría, movieron a Napoleón a autorizar a su hermano para que reanudase sus trabajos pacíficos con el Gobierno portugués, concluyendo un tratado en que sacara todas las ventajas posibles para el interés y el honor de Francia que tan desairado papel había representado en Ciudad Rodrigo. Y, con efecto, Luciano Buonaparte ajustaba un nuevo convenio con Portugal, el de 29 de Octubre de 1801, que firmó con el plenipotenciario de S. M. F. Cipriano Ribeyro Freyre, no muy diferente del anteriormente rechazado por el Primer Cónsul en cuanto a sus conclusiones políticas pero que costaba a Portugal una indemnización de gastos superior, la de 25 millones de francos, y, según se dijo entonces y luego propalaron ciertas Memorias, otros varios para el bolsillo particular de Napoleón, para el de su hermano, y aun el de su cuñado el general Leclerc.

Hecha la paz, salieron de España las tropas francesas que habían venido como auxiliares, con gran contentamiento de nuestros compatriotas que veían en ellas huéspedes muy incómodos y el peligro, sobre todo, de que provocaran un día otra de las varias luchas que pudieran estar en la mente de quien, en el concepto general, hacía de la guerra el instrumento más poderoso de su elevación. No era así por fortuna; que a Napoleón, y ya lo demostró al principio de su consulado, la paz le serviría para consolidar una posición tan gloriosa como la ya adquirida por medio de las armas, y necesitaba demostrar a los Franceses que no le eran desconocidas las ciencias de la Política y de la Administración para curar las profundas heridas que había recibido el país en tantos años de guerra, así interior como exterior, que llevaba, y el desgobierno que lo tenía arruinado y malquisto de cuantas naciones cultas le rodeaban. Estaban para estorbar sus proyectos conciliadores sucesos muy recientes, dignos aquí de especial mención. Se había formado una coalición para resistir los intolerables vejámenes que el orgullo británico imponía a todas las potencias marítimas que, por su posición geográfica o por su debilidad, se habían declarado neutrales en la lucha gigantesca de tantos años atrás entablada entre las que se disputaban el dominio absoluto de los mares. Los buques dinamarqueses y suecos, particularmente, eran objeto de los más humillantes atropellos, disculpados, cuando se reclamaba contra ellos, con un pretendido derecho de visita que los Ingleses interpretaban según la ley de su capricho o de su codicia. El comercio, así, se hacía imposible, y, lo mismo que el de Dinamarca y Suecia, el de Rusia, Prusia y Holanda que tampoco podían reconocer ni menos sufrir, sin renunciar a los fueros de su independencia y a sus intereses más apreciables, tales arbitrariedades, cuya justificación, repetimos, se fundaba en la arrogante y absurda contestación que se daba a sus quejas, la de que «Inglaterra debía hacer cuanto pudiese para asegurar su supremacía marítima y que podía cuanto quisiera.» Eso, la ocupación de Malta en vez de devolverla a la Orden o al Emperador Pablo, nombrado su Gran Maestre, y el ataque y presa de varios buques de los declarados neutros, produjeron un clamoreo general y un armamento naval en Copenhague, que, en vez de arredrar al Gobierno inglés, le decidieron a contener en su origen una sublevación que, de adquirir mayor fuerza y apoyándose en Francia y España, podría crearle una situación muy comprometida. Y no halló medio mejor ni más ejecutivo que el de enviar a Copenhague una gran escuadra, cuyo jefe, Nelson, después de salvar el Sund, metió en aquella capital un Embajador y con él un ultimátum para que se deshiciese el armamento allí reunido. A la negativa que era de esperar, sucedió un combate que las naves dinamarquesas sostuvieron honrosamente con el apoyo de las baterías de tierra, y que no hubiera resultado favorable a los Ingleses sin la hábil estratagema de Nelson haciendo creer al Príncipe Real una muy otra situación de sus fuerzas, con lo que se firmó un armisticio, atribuido, por otra parte, a la noticia, llegada en tales momentos, de la muerte de Pablo I.

La noticia era cierta. Había sido asesinado el Zar, como todo el mundo sabe, en su propio palacio, por sus mismos cortesanos y aun no sin sospechas de que lo supiera el hijo que iba a sucederle en el trono, más inclinado a la paz que su caballeroso pero lunático padre, furioso en aquellos días por el que consideraba despojo de sus derechos a Malta.

La capitulación, además, del ejército de Egipto quitaba a la República un gaje precioso para el tan deseado convenio de paz con la Inglaterra, gaje cuya sustitución veía el Primer Cónsul en la conquista de una parte de Portugal, que no realizada por lo precipitadamente que había España hecho el tratado de Badajoz, le privaba de instrumentos de compensación para sus futuras combinaciones.

La retirada, sin embargo, de Pitt de la gestión gubernamental de Gran Bretaña, convencido de que existía en el pueblo inglés un espíritu pacífico creado por el cansancio de lucha tan dilatada, sin objeto ya y ruinosa, era síntoma de proximidad a pensamientos y a trabajos que aquel gran ministro creía no deber él aceptar y menos emprender sin detrimento de su dignidad política. El Ministerio Addington podía entregarse á ellos sin esa preocupación, ya que representaba en Inglaterra el partido de la paz a que, bien lo podía observar Pitt, se inclinaba la opinión general. Y se inclinaba por esa intuición propia del pueblo inglés, el más práctico de Europa y rigiéndose, de consiguiente, por principios e ideas que, a lo menos, no proclaman los demás de Europa.

Porque era innegable para los Ingleses que Francia, en vez de arruinarse con una lucha que parecía, por lo larga y dispendiosa, capaz de acabar con las fuerzas todas vitales de la nacionalidad más robusta, no había perecido sino que, por el contrario, iba prosperando en proporciones pasmosas, desesperantes para sus enemigos, mientras sucumbía Gran Bretaña bajo el peso de una deuda enorme y de la miseria que afligía a las clases trabajadoras. Su marina, por poderosa que fuera, y era muy superior a las demás, veía cómo en todas partes iba cundiendo la idea de una coalición que si, parcial antes, habían logrado vencer las naves británicas en Copenhague, se haría formidable de unirse con Francia, España y Holanda que mantenían la lucha con ellas. Y aun cuando las ventajas hasta entonces conseguidas en el mar lograron mantener muy alto el honor del pabellón inglés, no quedaban poco compensadas con el sinnúmero de reveses que sus aliados y amigos sufrían en el continente, en que puede decirse que dominaba, sin rival ni obstáculos bastante robustos para resistirle, el hombre singular a quien sonreía la Fortuna en todas sus empresas militares. En vez, por otra parte, de mostrarse más encarnizados cada día en Inglaterra los partidos políticos, y buena muestra de ello eran la caída de Pitt y la irritación de la aristocracia, en Francia parecían acallarse sus discordias y rencores bajo la hábil administración del Primer Cónsul, calmándose la Vendée a punto de extinguirse el fuego de su insurrección con la muerte o la fuga de sus más esclarecidos caudillos, y de igual modo los jacobinos creyendo que los triunfos de aquel general les servirían también al cabo para el suyo.

Todas estas consideraciones, que no podían escaparse al talento de un hombre de Estado inglés, movieron a Addington a, aprovechando las circunstancias favorables que ofrecían la ocupación de Malta, las desgracias de los Franceses en Egipto y el armisticio de Copenhague, la muerte sobre todo de su mortal enemigo el emperador Pablo de Rusia y el advenimiento al trono de su hijo Alejandro, de espíritu conciliador y pacífico, abrir nuevamente las negociaciones a que estaba dispuesto el embajador francés Mr. Otto que, siguiendo las instrucciones de Napoleón, se mantenía siempre en Londres y comunicando con los miembros del gabinete británico. En tal disposición los ánimos en Inglaterra y Francia, todos deseosos de la paz, no tardaron en entenderse lord Hawkesbury y Otto, adoptando términos que, con ligeras variaciones, introducidas por Napoleón, favorables algunas para sus aliados, fijaron los de un convenio provisional que se celebró el 1.° de Octubre de 1801, llamado Preliminares de Londres.

En sus más importantes artículos se estipulaba la restitución a las potencias aliadas de cuantas conquistas marítimas había hecho Inglaterra durante aquella guerra, a excepción de nuestra isla de la Trinidad y de las posesiones holandesas de Ceylán, que quedarían en su poder. Menorca, por consiguiente, sería devuelta a España, Malta a la Orden de San Juan de Jerusalén, la Martinica y Guadalupe a Francia. Inglaterra evacuaría Porto-Ferraio a cambio de que la República devolviese los Estados de Nápoles y Roma; el Egipto volvería a poder de Turquía; se respetaría la integridad de Portugal, y todos los beligerantes canjearían sus prisioneros.

He aquí para España el fruto de su alianza con la República francesa, el que, después de todo, era de esperar de un desacierto tan manifiesto para toda inteligencia regular y medianamente cultivada con la historia de la política europea de los dos siglos anteriores.

Es evidente que al autor de tal desacierto habría de causarle pena y rudo enojo un convenio celebrado, además, sin su intervención y hasta sin su conocimiento. Los mismos transportes de alegría que produjo la noticia de los Preliminares en Inglaterra y Francia, serían para el torpe gobernante de nuestra patria un torcedor más cruel aún y bochornoso; y ya que retrocedió de su primer impulso de no reconocer el convenio, dirigió al Congreso en que habría de hacerse el tratado definitivo una protesta enérgica contra la cesión de la Trinidad, tan sigilosa como arteramente acordada.

Interesante en alto grado e instructiva es para los hombres políticos de nuestro país, víctima tantas veces del desinterés y de la sinceridad que siempre han presidido a sus relaciones diplomáticas y a sus alianzas, la polémica, mejor todavía, la lucha que se entabló con el motivo que ahora nos  ocupa entre el Cónsul francés, omnipotente ya, cubierto de gloria y por toda la Europa respetado, y el valido del Rey de España, para quien la razón, que plenamente le asistía, no era arma bastante fuerte para resistir las de su adversario y al mismo descrédito en que había caído.

No bastaba que Napoleón, para demostrar a Godoy su rencor y su desprecio, recordase el despacho en que se negaba a enviarle su retrato, ni que en uno terrible, que la pluma se resiste a transcribir, manifestara después a la Reina que no contase con el apoyo de Francia mientras tuviera a su lado al Príncipe de la Paz, el mayor enemigo de la República por su inmoralidad y su conducta arbitraria, mandando al embajador que diese publicidad a ese género de confidencias para abrir los ojos al Rey y suscitar en el Príncipe de Asturias el empeño de alejar al valido del gobierno del país y del corazón de sus padres. No bastaba tampoco que atribuyera a ese mismo favorito la pérdida de la Trinidad así como proyectos de, con la Reina, acaparar la regencia si muriese Carlos IV de la grave enfermedad que por entonces padeció, haciendo que el embajador dijera, públicamente también, que Francia no reconocería más que al Príncipe heredero por Rey de España. A la nota de 23 de Octubre, en que Azara, siguiendo, como ya hemos indicado, las instrucciones de nuestro Gobierno, protestó del sacrificio impuesto a España en los Preliminares de Londres, hacía Napoleón contestar el 30 que presentara las autorizaciones que hubiera recibido para dar tal paso, porque el Rey no le había hecho decir nada. Al mismo tiempo nombraba otro embajador para España, y a ese embajador, el general Gouvion-Saint-Cyr, le enviaba instrucciones tan terminantes y severas como la de que hiciera conocer a la Corte los motivos que había tenido para ceder en la cuestión de la Trinidad y la buena fe que había puesto en todas sus transacciones políticas tocante a nuestro país; y la de que, de negarse a la entrega, tantas veces ofrecida, de la Luisiana y de oponer obstáculos a la más rápida negociación del tratado de Amiens, manifestara a SS. MM. que estaba sumamente descontento de la conducta injusta e inconsecuente que estaba observando el Príncipe de la Paz. Y concluían así aquellas instrucciones: «Durante los seis últimos meses ha hecho ese ministro cuanto le era dado hacer contra la Francia, no ahorrando notas insultantes ni pasos aventurados; y si se continúa por ese camino, decid francamente a la Reina y al Príncipe de la Paz que al fin vendrá á estallar el rayo».

A ese tenor respondían todas las correspondencias del Primer Cónsul con sus agentes diplomáticos para vengarse de los pujos de independencia de que Godoy parecía hacer gala, así para desacreditarle ante la opinión por si le era favorable después de la guerra de Portugal, como para hacerle sospechoso ante el Rey de abrigar pensamientos que tendieran a, como él decía, eclipsarle. Al mismo tiempo y suponiendo que esos raptos de cólera, de que ya se ha dicho se valía en ocasiones semejantes, le sirvieran para obtener cuanto necesitase o deseara para sus planes, repetía sus demandas de la Luisiana, cuya no devolución se nos figura que consistía más en él que en el Gobierno español, y, al acordarse los Preliminares, solicitaba, siempre, por supuesto, con su tono imperativo de costumbre, el envío a Santo Domingo de 6.000 de nuestros soldados y cinco navíos de los que mandaba Gravina en Brest, como auxiliares, casi diríamos como parte de la gran expedición que iba a emprender la reconquista de aquella Antilla. Ya que no los 6.000 hombres, a que se opusieron Godoy y Carlos IV con una tenacidad inquebrantable, el Primer Cónsul obtuvo la incorporación de los navíos a la escuadra francesa expedicionaria que mandaba el Almirante Villaret, aunque con cierto aspecto de independencia, por ser Gravina más antiguo en el grado que ambos jefes ostentaban, por lo que nuestros barcos llevaron el nombre de Escuadra de Observación. Eso sí, que, para vencer la resistencia que la Corte española oponía también a la demanda, llegó a valerse del argumento elocuentísimo de amenazar con apoderarse de toda la escuadra, más prisionera, como tantas veces hemos dicho, que abrigada en el puerto de Brest.

Pero las quejas del Gobierno español y su oposición a nombrar un plenipotenciario para el Congreso de Amiens convocado desde la celebración de los Preliminares de Londres, ofrecían un carácter muy singular si se examinan atentamente los motivos en que se fundaban. El principal debía ser el de la protesta, ya recordada, que Azara presentó con su nota del 23 de Octubre, el de haberse concertado la cesión de la isla de la Trinidad a Inglaterra a espaldas de su legítima dueña, España, que tantos sacrificios había hecho en hombres, barcos y dinero para aquella lucha. Napoleón así parecía creerlo; y no dejó de trabajar antes y después de los Preliminares porque se hiciese justicia a nuestro país, hasta que, teniendo que optar entre el abandono de una colonia francesa y otra española y enojado con el fatal éxito de sus planes sobre Portugal, se inclinó en favor de sus intereses que, decía, representaban el honor de la República que le había entregado su gobierno y, por consiguiente, su suerte. No hace pensar lo mismo la conducta que en sus Memorias revela haber observado Godoy durante aquellas circunstancias. Por el contrario, reconociendo la rectitud de intenciones del Primer Cónsul en ese asunto, manifiesta no haberle él dado nunca importancia, por no considerarlo como trascendental para los intereses y menos para el decoro de la Nación. Y, si no, léase el siguiente párrafo de sus Memorias, que, a la vez, nos dará idea de cómo trataba el célebre favorito cuestiones que un extraño parecía considerar como de interés superior al manifestado por nuestro célebre compatriota en el triste libro que nos legó para su vindicación. Largo es el párrafo, pero concluyente para el estudio del punto de las negociaciones de Amiens en que tanto se discutió. Dice así: «De tan innumerables dominios que poseía la España en los dos mundos, la isla Trinidad fue el solo sacrificio que las paces generales le costaron, sacrificio voluntario que la generosa España hizo a la Europa entera procurarle su reposo. No ha faltado quien diga que nos obligó Bonaparte a renunciar a ella, o que él hizo la renuncia sin nosotros. Yo no lo he disculpado hasta aquí, ni disculparé a Bonaparte en todo el curso de esta obra de ninguno de sus pecados. Mis lectores por tanto deberán creerme cuando afirmo acerca de este punto, que ya fuera, como yo creo, que Bonaparte no hubiese deseado llevar a cabo aquella paz con la Inglaterra, y que intentase solamente hacer creer que se prestaba a transigir con ella; fuese más bien tal vez, que aún quisiera todavía darnos pruebas de amistad y apego a nuestros intereses, trabajó de su parte cuanto pudo porque España no cediese aquella isla. Nuestro Ministro Azara, cuando vio que no faltaba ya más condición para ajustar y concluir la paz de Amiens sino la cesión de aquella isla, sin consultar con Bonaparte ni con nadie, asegurada ya la restitución de Menorca y nuestra nueva adquisición de Olivenza; de su propia autoridad, con arreglo a instrucciones que tenía, consintió en la cesión y repitió la misma escena de otra vez, cuando el conde de Aranda encargado por nuestra corte en 1782 de negociar la paz con Inglaterra, hizo muestra de tomar sobre sí la desistencia de nuestra pretensión a Gibraltar, para no impedir las paces que se ansiaban. Y así fue que Bonaparte no faltó a la verdad cuando en su relación al senado conservador, al tribunado y al cuerpo legislativo acerca del tratado con la nación británica, les decía de esta suerte: «La república debía por sus empeños, y por la fidelidad de España en su amistad con ella, hacer todos sus esfuerzos para que ésta conservase la perfecta integridad de sus dominios, obligación que ha desempeñado durante las negociaciones con toda la fuerza que le permitían las circunstancias. El rey de España ha reconocido la lealtad de sus aliados, y ha hecho generosamente ven favor de la paz, el sacrificio que tanto nos esforzamos a evitarle; y por esto adquiere nuevos derechos a la amistad de Francia y un titulo sagrado al agradecimiento de la Europa. El restablecimiento del comercio consuela ya sus dominios de las calamidades de la guerra, y muy en breve un espíritu vivificador dará a sus dilatadas posesiones nueva actividad y nueva industria.»

¿A quiénes cree Godoy dirigirse para que se traguen tales cosas ?

Para España ése parecía ser el asunto de mayor interés, moral sobre todo, entre los que habrían de resolverse y concordarse en Amiens. El de la suerte que habría de caber a la isla de Malta fue, sin embargo, el que más hubo de tomarse en consideración. No dejaba de ofrecer dificultades desde el momento en que, interesando tanto a Inglaterra y a Francia para su mayor o menor influencia en el Mediterráneo, habrían de disputarse la ocupación de un puesto que sólo en poder de la decadente Orden que lo ocupaba hasta la jornada del ejército francés a Egipto, podía serles indiferente militar y marítimamente considerado. La muerte de Pablo I, que parecía deber facilitar una solución conciliadora, la había hecho más difícil, pues que, sin lazo ninguno ya con Rusia ni respeto a derechos tan antiguos que se tenían por caducados para la ínclita Caballería de Jerusalén, aun reconocidos en el convenio preliminar de Londres, se necesitaba buscar quien, por lo menos, los garantizase, pero sin ser estorbo ni apoyo para los que, al disputarse el dominio de aquel mar interior, pretendieran buscar en la isla una fuerza decisiva para obtenerlo. Inglaterra y Francia no tendrían lengua propia en la Orden para la mayor independencia de ésta, pero ¿cuál sería la nación que, sirviéndola de garantía, no se hiciera sospechosa a las demás? Napoleón, á quien nunca dejaban de atormentar sus ambiciones, no atreviéndose a reclamar la ocupación de Malta pero rehusando hasta el menor átomo de influencia en tan magnífica posición a la rival secular de Francia, trató de comprometer al Gobierno español en el empeño de que se nombrase un Gran Maestre de su lengua, proclamando como derecho el que daba al Rey el haber sido la isla donación de uno de sus más poderosos antecesores en el trono. Pero nuestro Gobierno ni abrigaba deseos ni tenía alientos para echar sobre sí tamaña responsabilidad, porque, como decía su inspirador, «el interés de España, conseguida la paz con la Inglaterra, era apartar todo motivo de discordia con aquella potencia, proceder con lealtad y evitar los compromisos que la ambición de Bonaparte nos podía acarrear, intentando hacernos de cualquier modo que esto fuese, instrumentos de su política.» Así, creyó que lo mejor que se podría hacer era que el Rey se declarase Gran Maestre de la Orden, pero solamente por lo que se refiriese a sus dominios, incorporando perpetuamente, así lo declaraba el Real decreto de 20 de Enero de 1802, a la Corona, las Lenguas y Asambleas de España para invigilar sobre su buen gobierno y dirección en la parte externa y dejando el régimen espiritual al Sumo Pontífice Romano. Por grande que fuera la ira que tal disposición produjese en Napoleón, y bien se la hizo ver a nuestro plenipotenciario Azara, el Gobierno español cortó el nudo que parecía enmarañar más y más la labor, ya de sí intrincada, de aquel Congreso, del que, por fin y superados los mil obstáculos que intereses tan opuestos suscitaban, salió el tratado de 27 de Marzo de 1802 que el tiempo acreditó no ser una solución sino un tiempo de pausa tras el que, por esa misma cuestión de Malta o con pretexto de ella, se renovaría luego, más tremenda y tenaz, la lucha a que se acababa de poner término.

En el estado de la opinión por aquellos días se imponía a todos la necesidad de la paz, habiéndola hecho en el intermedio de los Preliminares de Londres y el tratado de Amiens la Rusia, la Turquía, las Regencias de Argel y Túnez, y la Baviera en fin, así como para poner el sello al acta que iba a proclamar la grandeza de la Francia, sacada del caos en que la tenía envuelta la Revolución por el talento extraordinario y la fuerza, más que hercúlea, de Napoleón.